Los yanquis son el país más poderoso del mundo. Son los más ricos, los que tienen el mejor ejército, los mejores autos, los que comen más comida chatarra y son los más gordos, aunque estos últimos no salen en las películas.

Si usted va a Nueva York no conocerá Norteamérica, como la mayoría de los extranjeros. Porque Nueva York es una ciudad ajena, cosmopolita, como quien dice Berlín, el Líbano, la Ciudad de México injertada en medio de Yanquilandia.

Pero si usted va a las pequeñas o medianas ciudades del interior, ahí sí los puede conocer. Todos van a la iglesia, a cualquier iglesia, la mayoría protestante, da lo mismo, pero tienen que ir a alguna. Todos son muy religiosos, comen pastel de manzanas y tienen armas en sus casas: todo tipo de armas está permitido.

Es que ellos no se sienten seguros sin un arma. Parece que no confían mucho en sus leyes, en su policía ni en sus autoridades.

Es que en ese país tan poderoso, reina el miedo. Les tienen miedo a los negros y cuando ven a uno -y peor si son varios-, atraviesan a la vereda del frente. También temen a los musulmanes, a los latinos, en fin, a todos los que son distintos. Ya les dije que esto no es en Nueva York, porque esa ciudad está en el extranjero.

¿Pero estas matanzas son por miedo o por odio? Porque muchas ocurren en los colegios: un alumno llega con una pistola y mata a un montón de com­pañeros y maestros.

Seguramente habrá sicólogos, siquiatras y otros especialistas que han estudiado este extraño fenómeno, pero de nada ha servido porque no lo pueden evitar, ya que generalmente los autores de las masacres son personas tranquilas, amables y que jamás han dado lugar a que se desconfíe de ellas.

Pero allí a menudo se revela ese lado sádico que muchos llevan dentro, esa parte demoníaca del ser humano que se manifiesta y se expande cuando no encuentra límites. ¿Qué límites? Pues que le prohíban tener un arma mortal.

Desde luego, hay que comenzar por pensar que eso no pasa en otros países. En todas partes hay crímenes, pero son distintos. Un hombre mata a su mujer por celos, otro mata para robar, otro maneja ebrio y atropella y mata a alguien. Pero esas matanzas colectivas sin ton ni son, son una exclusividad de los gringos.

Lo que ha pasado en París y en otros países de Europa, musulmanes que se hacen volar y junto con ellos se llevan a un montón de gente, es otra cosa, es el fanatismo religioso derivado de fenómenos muy complejos que no es del caso analizar aquí.

Varias masacres ocurridas en bares gay en Estados Unidos, dicen que se deben al odio homofóbico. A un señor no le gustan los homosexuales y entonces agarra una metralleta o algún arma parecida, y mata a 50 personas, deja a más de 50 heridas, hasta que la policía lo mata a él.

Es como si a usted no le gustaran los mariscos, entonces entra a una pescadería y mata a todos los que están allí. O si a usted no le gustan las películas de Woody Allen, pues entra a un cine donde están dando una y mata a todos los espectadores.

Así de fácil es la cosa cuando uno tiene un arma mortífera a su disposición. Anoche durmió mal, discutió con la señora, el jefe lo regañó o su hijo sacó malas notas, en suma, usted está de mal humor. Muy sencillo, agarra su metralleta, se va a un colegio y mata a 30 niños.

De pasadita voy a decir que los que hacen estas cosas siempre son hombres, que yo sepa. Curioso ¿verdad?

Esto de tener armas lo defienden los norteameri­canos a capa y espada, más valdría decir a tiros. El derecho a tener armas está en la Constitución del país. Parece que lo consideran como un derecho humano, igual que el derecho a la educación o a la salud, aunque éstos no se cumplen allá, porque todo es pagado.

Si no tienen un arma en el cajón de la cómoda, se sienten desprotegidos, que de pronto va a entrar el vecino con una metralleta y va a asesinar a toda la familia. Pero a veces se les olvida ponerle llave al cajón y viene el niño de cuatro años, coge la pistola y mata a la mamá. Mejor esto no lo tomemos en cuenta porque es un accidente.

Todo esto tiene mucho de reminis­cencia del Far West, de Gary Cooper enfrentándose al malo, a ver quién desenfunda primero. O de un avión que deja caer con toda tranquilidad una bom­ba atómica sobre Hiroshima. O de una patrulla de jovencitos rubios y muy religiosos, que comen pastel de manzanas los domingos, que llegan a Vietnam e incendian una aldea habitada solamente por mujeres y niños y los queman a todos. O se parece a tantas magníficas películas norteamericanas, que si no hay varios muertos no tienen éxito.

Al parecer, lo que prima en este país es el miedo, el miedo a lo diferente, el miedo a lo desconocido, en definitiva el miedo al otro. Ellos apenas saben que existe otro mundo y le tienen horror. Cuando viajan, creen que todos hablan inglés, quizás crean que no hay otros idiomas en el orbe.

Son ignorantes, son soberbios y son brutos. Y muchos son bastante buenas personas, por lo demás. Pero son miedosos. Acuérdense cuando les hicieron lo de las Torres Gemelas, cómo se aterraron.

¿Y qué conclusión se puede sacar? Yo diría que la gente con miedo es peligrosa. Tampoco les tengamos miedo a ellos, que ya van para abajo y por eso están dando patadas de ahogado en todo el mundo.

Tengámosles compasión pero no los imitemos ni los sigamos, pues su cultura es muy inferior a la nuestra, no se nos vaya a pegar la costumbre de las masacres insensatas.

Y nunca tengamos un arma en casa, porque ya se sabe que las armas las carga el diablo. Y, al parecer, el que tiene un arma, si no hay mantequilla para el desayuno, se siente tentado de usarla, y entonces va a su ex colegio y mata a todos los alumnos.