Por Gonzalo Perez Benavides

Muchos grandes eventos humanos conllevan altas dosis de suspenso. El nacimiento sin problemas de un nuevo ser, la llegada anhelada de una lluvia salvadora, el arribo a un nuevo
continente o a la Luna misma. El suspenso que estamos viviendo los chilenos nos hace contener el aliento, temer lo peor, reaccionar con violencia, perder fácil la perspectiva y el buen humor.

Así de importante es lo que viene; nada está garantizado.

Decisivo, entonces, es elevar la perspectiva. Las emociones subterráneas que afloran en máxima tensión hoy están latentes hace mucho, mucho tiempo. Pero hace poco finalmente se desataron, imprevistas e incontrolables, en la explosiva primavera del 2019. De la mañana a la noche, la aparente placidez ciudadana se volvió indignada demanda de justicia y cambio, de urgente transformación de casi todo lo público. Un estallido de intensidad inaudita, un terremoto social con réplicas moviendo el piso todos los días.

Fue un estallar temible de violencias, con muchísimas víctimas, y tanta destrucción de espacios comunes. Pero también sucedió un abrirse entusiasmado de nuevas libertades. Junto con la guerra y el odio que algunos seguían empecinadamente manteniendo, las manifestaciones fueron volviéndose carnaval. Ese verano, miles de chilenos soltaron inhibiciones y llenaron las avenidas, ligeros de ropa, haciendo música, baile, ecología, feminismo; mucho más celebrando la alegría compartida que persistiendo en la indignación inicial. Chile despertó, era el lema favorito. Esta fantástica energía transformadora culminó el 8 de marzo, el Día de la Mujer, que fue conmemorado en todas las ciudades por millones de chilenas felices de ser mujer, y que no permitieron violencia alguna en su fiesta.

Muy luego vino la pandemia y el confinamiento; pasamos a una etapa muy distinta, introspectiva, del proceso.

Entretanto, seguían ocurriéndonos cosas extraordinarias. La amenaza que significó el gigantesco poder destructor del estallido activó un milagro: los políticos tuvieron que ponerse de acuerdo para buscar una salida a una situación imposible. Se acordó acoger las demandas sociales redactando una nueva Constitución. Nueva, nueva, porque el acuerdo incluía dos novedades que resultaron ser estreno mundial: paridad absoluta e inclusión de los pueblos originarios.

En el plebiscito de entrada, un 80% de chilenos entusiasmados ratificó esa decisión.

Y vino la elección de los constituyentes, que fue como una bofetada en la cara de los viejos poderes. Porque casi no fue elegido ningún representante de los tradicionales partidos políticos. Se rechazó de plano su ya evidente corrupción y desconexión con la gente.

Elegimos, en cambio, a una mayoría de jóvenes profesionales de todas partes de Chile, chicos y chicas transparentes, apasionados por servir al bien común ayudando a construir un país nuevo, justo, respetuoso de su tierra y de su gente, solidario, contento. Chicas y chicos de la misma formidable generación que nos está gobernando, una generación de destino a la que corresponde esta misión decisiva.

Todo edificio comienza con un plano; la constitución es el plano nacional.

Entre los constituyentes había algunos honrosos representantes de mi generación, como Patricia Politzer y Agustín Squella, que también suspendieron su vida personal durante un año entero, pegándose los agotadores trasnoches y los diarios malos ratos que la histórica epopeya exigió.

Que fue peleado, lo fue. Muy peleado. Hubo, como quedó claro en el camino, constituyentes que estaban ahí solo para sabotear, armados hasta los dientes para impedir que se aprobara nada. Otros, tan extremistas de su idealismo que no pudieron practicar democracia, que requiere permanente acuerdo, negociación, flexibilidad para descubrir consensos. Y, afuera, medios y redes sociales sensacionalistas -o de franca mala fe-, pintando debates y votaciones como si fueran espectáculo risible. Un héroe de esta épica batahola fue John Smok, el secretario general de la Convención, no un constituyente elegido, sino un funcionario del poder legislativo que, impertérrito, sacrificó su tiempo y su tranquilidad para darle orden y formalidad a la hazaña.

Después de unas primeras semanas de puro discurso, declaración de principios y ataques a la contraparte, los constituyentes fueron asumiendo la tarea trascendental que los convocaba: rayar la cancha del juego democrático, explicitar los lineamientos éticos de la futura legislación, acogiendo las demandas sociales.

Y lograron lo imposible. De las desconfianzas fueron transitando paso a paso a poder aceptar al otro, y, de ahí, al entendimiento, la concordia y el acuerdo. Casi todos los artículos fueron finalmente votados por mayorías de 75%, mucho más que los 2/3 requeridos (66%). A todas luces, fue predominando en cada caso un consenso acerca del bien común. Nuestros  representantes, libremente elegidos, eligieron por nosotros reglas de juego que favorecen irrefutablemente el bien de todos.

El resultado es extraordinario. ¿Queríamos una nueva constitución que garantizara de verdad la igualdad de oportunidades para cada uno de los seres humanos de la nación, sin discriminación alguna? Ahí está. ¿Una carta magna con genuino cuidado por la Tierra, la naturaleza y sus criaturas, consciente de la amenaza del cambio climático? Ahí está. ¿Una descentralización auténtica, que permita que cada región del país, con sus diversas características naturales y culturales asuma sus propios e intransferibles desafíos? Ahí está, y con una brillante solución. ¿Una salud, educación y sistema de pensiones que no sean bienes de consumo para ser comerciados sino derechos de todos los ciudadanos?

Por cierto, para que todo este diseño para una nueva humanidad llegue a ser real en nuestras vidas falta mucho. ¡Un plano no es el edificio terminado! Tiene que pasar antes por el largo y difícil proceso de convertirse en leyes operativas, pragmáticas, oportunas. Pero lo primero es lo primero, y eso es una Constitución: el contrato social que una nación establece en base a un acuerdo democrático. Un contrato que determina las reglas del juego para legislar, crear instituciones, entregar responsabilidades y poder, siempre con el propósito de gestionar el bien común. Y nuestra Nueva Constitución, perfeccionable por supuesto, decretada como fue por la urgencia de paz social que trajo el estallido, hace exactamente eso. Establece para Chile un
Estado Social de Derecho, un proyecto de sociedad inspirado, profundamente ético, pero tan sintonizado que presenta caminos viables de solución a las múltiples crisis. Caminos de muy largo plazo, es cierto, como todo lo social, pero realistas, factibles, que pueden solucionar sin apuro pero de verdad los más graves problemas nacionales de la actualidad, yendo desde cómo sanar la desesperanza y rabia de millones de jóvenes en las ciudades hasta cómo rescatar nuestro maravilloso, privilegiado entorno natural; desde cómo activar el crecimiento económico estancado hace 15 años -con la confianza nacida de la pacificación social-, hasta la creciente violencia de la Araucanía. Paz social, era el objetivo de esta redacción fundacional, y, en efecto, ahí está todo lo necesario.

Si la mirada colectiva fuera limpia y perceptiva, sin prejuicios, desconfianzas, temores o traumas del pasado, aprobaríamos la Constitución por unanimidad. Y celebraríamos, agradecidos, a quienes entregaron un año completo de sus vidas para conversar, discutir, resistir, ceder todo lo necesario y llegar a los acuerdos equilibrados e incluyentes a que llegaron, concordias indispensables para concitar aprobaciones tan altas como el 75%. El fruto lo confirma. En la letra de la Constitución no hay extremismos, exageraciones, extravagancias, desatinos de ningún tipo. Se respeta explícitamente la propiedad privada, el derecho a herencia, la libertad en educación y culto. Nadie le va a quitar nada, señor; nadie le va a meter en su casa una familia
mapuche o haitiana, señora.

Pero, como hemos comprobado tanto, el miedo impide ver, y defiende su ceguera con ataque, mentira, lavado de cerebros. Hoy se reactiva para muchos un trauma de hace 50 precisos años, cuando el fervor idealista de entonces verídicamente se expresó en la expropiación de tierras y fábricas, acción extrema que trajo como impensado boomerang -violencia atrae violencia-, terribles consecuencias. Pero, sacudiéndonos los miedos heredados, constataremos que esos fantasmas no amenazan con la Nueva Constitución. Más aún, sin miedo nos damos cuenta que no aprobarla es chutear la crisis para adelante, alargar el proceso inevitable perpetuando la misma incertidumbre, el mismo suspenso que tiene estancado el crecimiento y que alimenta el peligroso volcán social del descontento, listo para hacer nueva y peor erupción.

El texto mismo parece que fuera obra de una de esas naciones escandinavas con altos puntajes de paz social en los rankings internacionales, y no de un pequeño país del tercer mundo. Su calidad y pertinencia ha llamado la atención en todos lados. Un grupo de los más prestigiados economistas del mundo -Piketty incluido- celebraron la Convención chilena y -textual- “el visionario documento que ha producido para asegurar crecimiento sustentable y prosperidad compartida para Chile.”

No tengo duda que la Nueva Constitución es una de las soluciones inspiradas que estamos recibiendo del Cosmos para activar nuestro salto a la conciencia del amor. El artículo 67, por ejemplo, declara, directo al corazón: “El Estado reconoce la espiritualidad como elemento esencial del ser humano.” Esa inédita conciencia anima cada uno de sus artículos.

Por todo ello, ¡apruebo la Nueva Constitución con todo mi ser! Me conmueve ser chileno, estar viviendo tan pronto, aquí y ahora, la alborada de la Nueva Humanidad…