NOVELA

 

 

 

Yo, Serva, con 16 años, era una joven inexperta con muchas ganas de vivir aventuras. Me acompañaba un estudiante de alquimia y magia diez años mayor que yo, llamado Alator. Él era un joven caballero perteneciente a una orden esotérica, que yo apenas conocía. Caminaba bien erguido y se sentaba con elegancia, hablaba con vehemencia sobre el arte, la filosofía, la mística o la astrología. Pasaba días encerrado en su taller, siempre enfrascado en alguna investigación misteriosa. A veces nos mostraba sus pinturas o  escritos, nunca su arte en la alquimia, al parecer era su secreto.

Al consultar a la esfera, ésta expresó un paisaje sumergido en sombras.

Nos cubrimos con la capa antes de salir del castillo, los ojos extraños no la verían, así nadie podría saber quiénes éramos. Sólo otros magos nos reconocerían, ya que solo el mago ve lo invisible.

El sombrero puntiagudo repelía los malos presagios, las amenazas, todos los entes oscuros que pululan por los espacios cenicientos, sedientos de venganza.

Ya, con las alforjas al hombro partimos, dejando a unos cuantos guerreros la defensa del castillo.

Alator me explicó lo siguiente antes de partir:

-Nuestra capa fue confeccionada una noche en la que mirando al cielo vimos a los astros mostrando su grandeza por encima de toda otra belleza. Comprendimos que un trozo de esa tela estelar sería el más especial de los vestidos. Es cierto que bajo esta capa nos sentimos solos, pero se trata de una soledad necesaria, una noche interminable llena de estrellas. Es como una extensa y silenciosa llanura en la que todo, salvo el silencio, es falso.

El sombrero blanco representa la luz y la pureza, su forma cónica es adecuada para repeler toda forma impura, impidiendo así que entré a nuestra cabeza. Un buen mago es aquel que sabe usar estas piezas, a veces se ve puesto el sombrero torcido o la capa girada, en ese caso, a parte de provocar algo de risa, no sirven para nada.

Nuestra esfera, invisible también a los otros, nos fue entregada un día, el día más radiante de nuestra vida. El día en que entramos al sol y el sol llegó hasta nosotros y nos permitió mirar a través de la ventana del tiempo y del espacio. El día en que se nos concedió la gracia de ver lo invisible.

A la esfera se la mira con el alma, meditando en silencio. Preguntando de verdad se obtiene una respuesta válida. Esto también se ha de aprender. Es básico saber preguntar y luego esperar a que surja, en su espacio cristalino, la respuesta.

Respecto a la varita mágica, es algo que siempre hemos tenido, algo genuinamente nuestro, pero no lo sabemos hasta que lo descubrimos. La varita puede ser un trozo de palo, por ejemplo.

Ocurre algo similar a la creación artística, con unos cuantos elementos se puede construir un significado nuevo si se disponen de cierta manera.

Eso se puede hacer con la varita mágica, a eso se llama “transformar la realidad”. Tiene muchas similitudes con el arte, para que te sirva de ejemplo, y del mismo modo que ocurre con éste, también las transformaciones que opera la varita no son apreciadas por todos, se precisa de cierta sensibilidad para poder percibirlas-.

Así pues, protegidos con la capa de estrellas, la visión de la esfera y nuestra varita siempre a mano, nos pusimos en marcha.

Atrás quedó el castillo, la aventura empezaba. Me sentía contenta y con ganas de aprender, sobre la marcha, el poder de los elementos mágicos.

  • Extraido de la novela corta  Los doce cantos del ruiseñor,  La Floresta (Barcelona) 2007