3 de mayo 2022, El Espectador

Hoy ningún camino me parece suficiente; nos debatimos entre la adicción a la derrota y al triunfalismo, y no hemos sido capaces de resolver de una manera sensata la ecuación social de estar vivos.

Esa noche, un minuto antes de bajar la cortina, vi a un hombre-sombra pasar por mi ventana; iba por el otro lado de la calle, al otro lado de mi realidad y a este lado de su país que es también el mío. Llevaba en sus hombros un carro de madera, cartón y miseria; pregonaba su hambre, su lejanía de todo, su imposible en dos ruedas de caucho y palo. Su voz tenía la marca de la desesperanza y nadie le hacía caso, como si no importara que ya no quedara ni un átomo de humanidad; el suyo era el ruido negro de la pobreza versus el ruido estático de la indiferencia. Un zorrero más, uno menos, otro motivo de queja porque estorbaba el paso de las naves blindadas. ¿Qué hará él, cada vez más cansado, cada instante más triste?

Ese mismo día había seguido la declaración que rindieron ante la JEP militares de distintos rangos, violencias y arrepentimientos, admitiendo su participación en los falsos positivos. Una telaraña de estrategias podridas, 6.402 ejecuciones y un hilo conductor: la presión de los altos mandos por dar resultados. Resultados, en la jerga del ajúa y de los militares que deshonran su institución, quiere decir campesinos asesinados, muchachos pobres sin trabajo ni malicia sacrificados para hacerlos pasar por guerrilleros dados de baja. A más guerrilleros muertos, más días de vacaciones, más posible un ascenso, más fácil un permiso para salir del batallón. A más guerrilleros muertos, más triunfo del fanatismo y del fascismo, más aplausos en las pasarelas de las autocracias, más mentiras al servicio de la infamia. A más guerrilleros muertos, más sórdido el futuro. Asusta y reinarás; aplaude el desfile de ídolos de plomo, de bayonetas, morteros y fusiles Galil. Y lo peor no eran ellos, que al menos confesaron sus manos manchadas de sangre y nunca olvidarán el disparo y los cuerpos cayendo como trapos sin vida, pero aún con alma. Lo peor son los de arriba, los llamados impolutos, los condecorados, los que dieron la orden. Los que hicieron que más de 6.000 madres perdieran la felicidad y el aliento, y pasaran las noches y los días más eternos de sus vidas, buscando a sus hijos entre las sábanas de hospitales y morgues. Lo peor son los que ni siquiera se preguntan dónde ondean como banderas a media asta los muchachos muertos, los que dejaron servido en un pocillo blanco el último sorbo de agua de panela.

¿Cómo vamos a alcanzar la paz si van más de 310 excombatientes asesinados y todos los días amenazan y estigmatizan a sus familias? El sábado, en Bogotá, la Casa Cultural La Roja —donde los firmantes de paz vendían lo que hacen en sus proyectos productivos— tuvo que cerrar sus puertas por un segundo atraco en tres meses. Firmamos un Acuerdo que el Gobierno no fue capaz de cumplir, o no le dio la gana, o no tuvo el valor de medírsele a la paz.

Somos una democracia, tenemos opciones y no estamos condenados al pozo sin fondo. Tendríamos entonces la posibilidad de cambiar los círculos viciosos por círculos virtuosos —como dice Gustavo Bell—. Tiene que haber alguna forma de explicar que se trata de romper la pobreza y no a los pobres, romper la violencia y no a los que dejaron de ser violentos, romper la dictadura del odio y no a los demócratas que buscan reconciliación.

Hoy no tengo respuestas. Pero tampoco tengo ninguna intención de darme por vencida: hay muchas vidas por honrar y un país por reescribir.

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