Los días caían con el mismo peso que las rocas que arrojaban los niños al río, en las tardes, cuando el sol buscaba la línea del horizonte para despedirse. Casi nunca llegaba a verlo, los chicos, sí. Había tanto por hacer en la casa, que no podía distraerme con lo que estaba afuera, móvil pero inerte, siempre repitiéndose como una película fatal: los pájaros cantaban a la mañana anunciando el nuevo día, alistar a los chicos para el colegio, preparar el desayuno, salir a comprar, limpiar los cuartos y el patio y mientras tanto poner a hervir las legumbres para el mediodía, cortar verduras, alimentar a los animales, buscar un respiro y sentarse a tomar mate junto a la ventana de la cocina donde se inmiscuía un hilo de sol, dos sorbos y recibir a Don Pancho para intercambiar mercaderías, los chicos llegaban de la escuela, almorzar, limpiar la vajilla otra vez, el delantal manchado, preparar las tortas de banana para la merienda, mirar hacia afuera y verlo ahí. Impoluto, tranquilo, sentado sobre la roca de la entrada a la casa, el sol era testigo de ese hombre que, también, vivía allí. Hasta que un día, lo ví pararse e ir al pueblo. Al rato volvió con la novedad: se había mandado a hacer una canoa. Me limité a mirarlo de arriba a abajo y maldecir por dentro. Limpié el último repasador para aprovechar a colgarlo bajo el sol, y salí, caminé por los mismos senderos que me resultaban familiares, pero esta vez el tono de mi caminata, le daba una impronta singular. Todo el tono de mi cuerpo se iba tensionando a medida que los pasos avanzaban hacia un lugar al que todavía no había decidido ir. ¿Irse ahora, después de tantos años? ¿Irse sin mediar otra comunicación que un aviso? ¿Qué es lo que una hace mal para merecer ese tipo de trato de la persona qué vivió con una, que durmió en la misma cama durante años? Mientras un paso seguía al otro, las pisadas se iban haciendo más contundentes, mis talones empujaban el piso echando polvo, los puños se me contraían, el corazón galopaba en el centro del pecho, sentía como los cachetes iban a aumentando su temperatura, y comenzaba a sudar, por la velocidad de mis pasos pero también por la intensidad de mis pensamientos. ¿No era mejor haber estado sola siempre que al lado de alguien que se iba a ir dejándome? ¿Cómo no me di cuenta antes, si era eso en esta casa: una estatua viviente? Mientras iba adentrándome, las ramas se inmiscuían entre mis piernas, generándome pequeños rasguños, pero no sentía el dolor, necesitaba caminar y caminar, la atmósfera se volvía densa, los zapatos parecían no poder parar de ejercer presión sobre el suelo, los pensamientos no cesaban, el cielo contenía nubes grises anticipando tormenta contrarrestando con la aparente calma de movimiento entre los árboles. Mi mirada se  dirigió a un destello metalizado que se asomaba entre la vegetación. Me acerqué a tomarlo: un bichito metalizado con pantalla, del tamaño de la palma de una mano brillaba, era un mp3 todavía enchufado a sus auriculares. Se los había visto a los compañeros de colegio de los chicos, pero nunca había tenido uno entre las manos como para saber cómo se usaban aquellos oídos perdidos que, seguramente, saltaron de la mochila de un joven caminante.

La mujer los probó de inmediato, mientras seguía caminando, se colocó los auriculares, tocó varios botones hasta que encontró el central de la pantalla, play, una música similar a una marcha apareció y empapó la vegetación, los árboles, el sendero rupestre se envolvió de una música intergaláctica donde los matices de sonidos y variaciones de ritmo iban generando la atmósfera propicia para la ruptura de un cuerpo. Años de matrimonio tirados a la basura y una mano se doblaba en sí misma al compás, ¿qué haría sola con los chicos?, la pierna se fracturaba en dos abriéndose ante la presencia de un roble, todavía se sentía joven, podía moverse, dio vueltas alrededor del árbol marcando los tiempos con las quebraduras de sus muñecas y rodillas, ¿hace cuánto que no se encontraba consigo misma? El aire la iba llevando por el sendero. El aire la moldeaba junto con la música como una piedra de río que, a fuerza de la sutil persistencia del agua recibe una nueva forma. Recogió unas moras que se habían caído, maduras, de un árbol, se manchó las manos, los brazos, la boca comiendo. No le importó, siguió tomando moras a punto de ser cosechadas de las ramas, las chupó y se las frotó por los antebrazos, las piernas, la panza. Hace tanto no estaba sola y sin tiempo en ese sendero, mientras se movía se olvidó por un rato de su ser madre, ser humana, ser de ese pueblo, ser esposa, ser ama de casa, ser que ya no tenía lugar donde fijarse. Y, de repente, lo vio. Con sus ojitos escondidos detrás del roble, un colibrí danzaba como ella, acechando unas flores, el aleteo de las alas era imperceptible con la música sonando en sus auriculares pero allí estaban los dos, víctimas de un mismo destierro y buscando algo. Intentó imitar con los brazos los aleteos rápidos, y los movimientos del torso del animal, dio vueltas en sí misma, al principio suaves luego aceleró la velocidad, las manos palmas con palmas tomadas iban marcados las líneas en el aire, los saltos eran diversos, ¡sí, qué bien se sentía esta liviandad!, ¡esta libertad!, probaba atravesar el aire con sus nuevas alas, con sus incipientes aleteos, era un pájaro recién nacido, intentaba remontar vuelo pero no podía despegar los pies del suelo, por favor, le había costado tanto llegar hasta acá, las lágrimas que erosionaron su interior ahora se acumulaban en la garganta, subían, lentas, como lava volcánica a punto de ebullir, su  cuerpo para ella sola por primera vez. Cuando era chiquita, su madre la llevaba a recorrer el mercado del pueblo de su mano, de la mano veían los puestos de frutas y verduras, de la mano revisaban los instrumentos musicales, de la mano andaban hasta agotarse entre las charlas con los conocidos, también con su mano, su madre le acomodaba el flequillo para que no se le cayera en la cara, de la mano se sentaban bajo un roble de la plaza a dormir la siesta, de la mano miraban el cielo para encontrar formas nuevas en las nubes, y eso también era parte de su realidad. Con los ojos cerrados, de la mano, miraban hacia el firmamento y se movían en una danza silenciosa, como meciéndose entre ellas siguiendo lo fugaz que se perdía en el eterno presente de ese momento. Y ahora, se desprendía de aquella mano, con movimiento de colibrí recién nacido, danzando entre los árboles, el mp3 yacía olvidado tal como lo había encontrado entre la maleza, ya la mùsica de la marcha sonaba susurrante debajo de un rama seca y partida, sin embargo, la melodía invadía el bosque, las pulsaciones seguían dándole rienda suelta a ese cuerpo redescubierto en el atardecer de un momento estallado fractálico vibrante, ahora sí, su cuerpo hecho caos, se quitó la remera, se abrazó fuerte mientras seguía dando vueltas entre los árboles, ahora sí, volver a casa, ahora sí, las piernas se le mezclaron, se tropezó con el mp3 y cayó tumbada sobre el piso. Ahora sí, clímax. La música se aquietó en su interior, respiración galopante dentro de sí, corazón que necesitaba escapar pero en una jaula habitación de carne y hueso no podía, ahora sí, hacer estrellitas en la nieve de tierra, el descanso había llegado, la expansión encontró el límite. Se escuchaba susurrante la música del aparatito, había cambiado la lista de reproducción: una cumbia colombiana se bailaba a sí misma a lo lejos. La mujer se imaginó moviendo las caderas como había visto, una vez, a una cubana hacerlo. Miró al antiguo roble que atestiguaba sus vueltas, su quietud no tenía comparación posible a nada de lo conocido, la piel tirante de las lágrimas secas en las mejillas, ya no se veían nubes en el cielo, era el momento en el que su mamá acomodándose las polleras, sacudiendo el polvo, se levantaba. Hora de irnos a casa, nena. Mientras el cuerpo la erguía, pensó en ese hogar nuevo con el que se encontraría en unos minutos. Se entregó al caminar, no miró atrás, no podía darse vuelta ahora que ya, la marcha, había arrancado.