La casa en Monte Chingolo era inmensa: dos habitaciones grandes, una con altillo, una cocina con horno industrial como para que almuerce una familia entera, living comedor con sillones de tapizados viejos, jardín con patio que la conectaba a otra construcción que pertenecía a la misma casa pero podía coexistir de forma independiente. Esa otra casa tenía dos habitaciones más, una cocina más pequeña que la de adelante pero vajilla de plata heredada, sótano en vez de altillo con herramientas para el jardín —parece que cincuenta años antes de tirar cemento sobre el pasto  había crecido un manzano—, otro living con espejos que ocupaban toda la pared y un cuartito que —hace tiempo ya— estaba repleto de ataúdes. El marido de mi vieja parece que se dedicaba al comercio de productos para los servicios fúnebres, cruces de maderas, ataúdes de diferentes tamaños, bolsas para los crematorios, costuras diversas, eran algunos elementos que había encontrado esa tarde cuando llegué al barrio, después de diez años de vivir en el exterior. El barrio siempre era el mismo, el 266 me dejo en la esquina —como cuando volvía del colegio—, en la esquina de la lotería Nacional —donde sentí por primera vez el peso de un cuchillo en la garganta cuando me quisieron chorear cuando volvía del colegio—, en la esquina de la lotería Nacional al lado de la casa de Doña Memi, la señora a la que se le había caído el útero como decía mi vieja —donde merendaba unas vainillas con chocolatada cuando volvía del colegio—. En la esquina de la Lotería Nacional al lado de la casa de Doña Memi paraba el histórico 266 bordó pero esta vez no volvía del colegio. De algún espacio temporal de aprendizaje, sí, pero del colegio ya me había egresado hace más de treinta años. Un accidente temporal, discusiones eternas, violencia de por medio, adicciones, uno o dos gritos y un pedregoso camino de permanencia en el barrio me hicieron despedirme —creí— que por siempre. Pero, ahora, que vivía en Caballito, en mi propio departamento amueblado y casi habiéndome olvidado de donde crecí, me llama la vecina de la casa de mis abuelos ya fallecidos, para avisarme que mi vieja no salía con el auto hace días como todas las mañanas para ir al colegio. Y ¿al marido?, ese que vende mortajas para las casas velatorias, ¿a ese lo vieron? Lo vimos irse con la camioneta hace una semana, me contestó con voz entrecortada Laura, pobre, quiso llamarme por mi nombre pero ya no se acordaba, había pasado tanto ya. Eras traviesas de chiquita, ¿eh?, se te extrañó por acá, me dijo antes de cortar la comunicación. Mi teléfono se lo había pasado mi vieja por si había “alguna urgencia”. ¿Acaso durante más de diez años no hubo alguna urgencia? ¿Por qué hoy, ahora, esta semana, la iba a haber? Colgué el teléfono, me puse un abrigo, agarré las llaves, plata y me guardé un tramontina en el bolso, no me iba a servir para nada pero a mi mente seguro la calmaba; me tomé un subte, un colectivo, un tren y el histórico 266 y me estaba bajando en la esquina de la Lotería Nacional, caminando por la cuadra donde me había criado, con sus mismos árboles en la vereda, con la misma puerta de la misma casa donde se juntaban a paquearse los pibes del barrio, con sus paredes pintadas con el Granate, con la casa de Laura entera y a pedazos pero devenida en lavadero. Golpeé las manos, unos banderines me escoltaban sobre la cabeza, unos perros ladran hasta que salió Laura. Treinta años no es nada: los ojos le seguían brillando como cuando festejábamos las Navidades en casa y había tomado un poco de sidra de más. Me dio un abrazo fuerte. Pero, ¡que grande estás, che! ¡Y tan linda como siempre!, yo ya no podía escucharla, buscó en el bolsillo la copia de la llave de la casa de mi vieja que ella siempre había tenido “por seguridad”, no se había animado a entrar ante tanto silencio. Tu mamá siempre prendía la tele y la radio a la noche en la casa de tu abuela y las luces del garage, pero hace rato no escucho ni las veo prendidas, estoy preocupada. ¿Por qué no llamaste a la policía en vez de a mí? le dije bajito pero con un poco de rencor. No sé, me dijo y agachó la cabeza,  se sentía culpable por ser casi una tía, por haberme criado, por haber visto todo lo que vio o presintió en cada grito, en cada discusión nocturna, en cada ida y venida, en cada noche pero que calló, que prefirió guardar en la intimidad de su mente, de su casa, callar, no preguntar, callar, indignarse secretamente, callar, esperar a que las cosas cambien, se muevan, cambien, callar y esperar en el barrio, con la traba bien puesta en la puerta de entrada, como había sido toda la vida. Por eso me había ido de ese barrio de mierda, por mujeres como ellas, yo sabía que no quería ser como Laura. Con las llaves en la mano, entré en la casa por la entrada principal, reja verde, dos vueltas, una leve inclinación hacia adentro, como siempre, hay movimientos que nunca cambian —como cuando me habían enseñado a abrir la puerta porque iba a tener que volver del colegio sola—, subí las escaleritas de la entrada hasta cruzar el umbral de la puerta del living. Apreté el tramontina de la cartera. Mamá, soy yo, volví a verte. Mamá, permiso, ¿estás? El nudo en la garganta se volvía duro y apretaba —como cuando era chica y volvía del colegio pero no había nadie en la casa—, temblé un poco. Los sillones con sus tapizados más viejos que en el recuerdo, las persianas entreabiertas, la luz se filtraba y veía la cocina con los platos sucios en la bacha, acá alguien había comido y se había ido sin lavar, era obvio. Mosquitas alrededor sabían que había sido hace varios días. Los libros tirados en el piso del cuarto de mamá —como cuando era chica y me ponía a leerlos sentada como “indio”— habían cambiado de títulos, poetas yankis que no conocía y un manual de cocina vegetariana. La cadena del baño perdía, ¿será que nunca la habían terminado de arreglar? Hay cosas que nunca cambian. No me animé a entrar en mi cuarto, mamá, ¿estás en casa?, soy yo, me temblaba la voz, hace muchos años que no la veía, ¿adónde se había ido si había jurado que iba a morir en esa casa? El corazón me iba marcando el ritmo de los pasos, abrí la puerta del patio, la orquídea estaba marchitada, la tierra seca, las moscas invadían todo, siempre estaban esos insectos repugnantemente oscuros que visitaban las casas, mi mamá las odiaba, no sé por qué había dejado entrar a tantas esta vez y no había hecho nada —¡como cuando era chica y me mandaba a echarles Raid!—. Ya tenía que acordar de respirar como me habían enseñado en el curso de meditación, mamá, ¿estás ahí? Si esta hija de puta se había escapado con el novio yo no me voy a hacer cargo de este caserón, hecho pedazos, todo sucio, ¿sabés lo que me va a costar tener que sacar toda esta basura que acumularon? Pateé unas latas de cerveza, ¿tomaba cerveza mi mamà? Como única hija se le hubiera ocurrido que no tengo a nadie más para pedirle que saque todo esto, che. ¿No podría haberle avisado a Laura al menos que se iba a ir con ese tipo? Abrí la puerta de la casa de mi abuela con bronca, ¿por qué tengo esta herencia de mierda si yo no la pedí? ¿Por qué tengo que venir a cerrar tus quilombitos? Se me cayó un pedazo de mampara en la cabeza, la esquivé y me limpié el polvo de los hombros que me ensuciaba el abrigo nuevo, yo sabía que no me tenía que traer ropa nueva al barrio, siempre acá te ensuciás, no queda otra, che. Entré a la cocina de mi abuela, estaba la mitad de la vajilla de plata, ¿se la habrá llevado la vieja? —como cuando era chica y la habían querido vender porque no tenía guita para pagarme el colegio privado y católico—. Las cortinas del cuarto de la abuela estaban cerradas, la atmósfera densa, se notaba que hace varios días nadie ventilaba ese lugar, había un tufo a encierro pero denso, como un encierro que no conocía pero apestaba, me miré en el espejo del living —como cuando era chica y le tiraba morisquetas cuando pasaba—, me vi tan parecida a mi mamá, pero yo no iba a ser como ella nunca, yo no me iba a casar con nadie, ni a regalarle mi vida a ningún hijo de puta, vino una baranda de ese tufo que me hizo dar arcadas, las bolsas mortuorias estaban apiladitas en los rincones del comedor, acá tiene el kiosquito ese forro, ¿por qué no se paga una depósito en vez de usar la casa de la familia?, me faltaba ver el cuartito —como cuando era chica y era el último lugar de la escondida a donde se iba a buscar porque era chiquito y estaba todo oscuro—, el vaho era terrible, me tape la nariz, abrí la puerta, bolsas, mortajas, tapizados, cruces de madera, se me cayeron encima, me impedían el paso al cuarto, ya el olor me empezaba a marear, empecé a sacarlas todas, a tirarlas por mi espalda, mientras sentía como mi garganta se cerraba del olor y del miedo —como cuando era chica y no venían a verme cuando gritaba por la noche—, corrí un sillón y una escultura de la Virgen que tenía encima y llegué a la perilla de la luz. La prendí y allí la ví: colgada del farol más alto de la casa, un cogote azul partido al medio, se desplegaba tu pelo color azabache, mamá, ya vine.