15 de marzo 2022. El Espectador

Envío esta columna el domingo, en plena jornada electoral. Debo dejar en pausa las expectativas y enfrentarme a otro tema inevitable: la despenalización del aborto. La sentencia de la Corte y mi opinión como mujer, médico, madre y abuela tienen muchos puntos de contacto y uno inmenso en divergencia.

Nota: Pertenezco a la Academia Nacional de Medicina (ANM) y participé en la redacción del reciente pronunciamiento, pero mis columnas y redes son absolutamente personales y están bajo mi exclusiva responsabilidad.

Siempre he pensado que el Código Penal no tiene por qué meter sus páginas en la fisiología femenina. Luego de algo tan traumático como un aborto, una mujer necesita cualquier cosa menos la cicatriz de una cárcel. Estoy, pues, de acuerdo con la despenalización del aborto, pero no en los términos que plantea el comunicado (aun no se conoce la sentencia) de la Corte Constitucional.

Colombia debe abordar el tema con una óptica de salud pública y no con la perniciosa mojigatería que condena el aborto, pero alaba la extinción de los excombatientes y no se inmuta ante las masacres de campesinos. La decisión tampoco debería recibirse con un festival de cintas verdes y aplausos de mujeres deslumbradas tras siglos de represión y clandestinidad.

Tomo prestada una frase de Humberto De la Calle quien —estando de acuerdo con la despenalización— dice que “un aborto siempre es una tragedia”. Un aborto no produce felicidad; causa incertidumbre, vacío y tristeza. No es método de planificación familiar ni salvoconducto al libertinaje.

Fue un gran avance la despenalización en las tres causales previstas en la sentencia C-355 del 2006, pero dejó dos cráteres abiertos: el tiempo gestacional y el “riesgo para la salud mental de la madre”. Por ahí pasa una estampida de hipopótamos. Vivir implica un riesgo para la salud mental; leer o cerrar un libro; manejar un camión de basuras o un cohete, una zorra o un bisturí. Que tire la primera piedra quien no sufra el mundo, o le resbalen Ucrania, Lampedusa o Caloto. La vida es la navaja, y el camino de cada uno es el filo en el que cualquier cosa puede suceder.

La sentencia C-055 del 2022 fija en 24 semanas de gestación el límite para que un aborto —sin cláusulas ni condiciones— sea despenalizado. Empecemos por decir que a esa edad ya no sería aborto sino parto prematuro. ¿Dónde se informaron los magistrados? No consultaron la ANM (por ley, organismo consultor y asesor del gobierno) y entiendo que a las sociedades de gineco-obstetricia y pediatría, tampoco. La OMS no maneja un tiempo tan amplio y la razón es durísima y sencilla: a las 24 semanas de gestación un bebé es viable dentro y fuera del útero; pesa más de 500 gramos, siente, oye, succiona, se mueve y reacciona a estímulos. Para terminar voluntariamente un embarazo de esta edad, habría que inyectarle una sustancia letal al corazón del feto y matarlo en útero. Y si naciera vivo y la decisión fuera que no viviera, ¿qué hacemos con él? No son preguntas menores ni moralistas. Son preguntas graves, de la vida real, que enfrentamos los trabajadores de la salud en las salas de parto, no en las cortes ni en los confesionarios.

Pido a los legisladores que tendrán la sentencia en sus manos, que consulten el documento que hará la Academia una vez se conozca el texto de la Corte; vean y oigan la ecografía de un bebé de 24 semanas de gestación; tómenle el pulso a la autonomía de la madre, y en un minuto de silencio, sientan la debilidad y fortaleza de los 150 latidos que suenan al otro lado del transductor.

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