El juego de espejos siempre es peligroso. ¿Alguna vez te contaron de qué están hechas estas superficies pulidas que reflejan la luz siguiendo las leyes de reflexión? Están hechas de vidrio, punzante, cortante. Tienen un pedazo que está separado del centro, que cuando lo tocas, se desintegra. “Me interesa mucho tu existencia”. El imán siempre es invisible entre los ojos de las serpientes que se animan a aparecer entre las profundidades de los pantanos. Ya me había enseñado, mi madre a armar el espacio, a crear a partir de un deseo de creación, a partir de la idea que construimos de bienestar alrededor nuestro. “Si querés un espacio luminoso, por ejemplo, vas a preocuparte por la iluminación de tu espacio, comprar determinada lámpara, que haya ventanas que den hacia tu interior, que las cortinas no sean tan gruesas. Si querés estar rodeado de vida, te vas a preocupar porque haya plantas y de cuidarlas, de que sean de interior y que tengan flores, para que te alegren a vos, también, de paso.” Pero, aunque había colocado el espejo en la esquina más transitada y menos engorrosa de verse de mi habitación, seguía molestando. Aunque había colocado el escritorio, la mesa donde la magia se desarrollaba, en el rincón más habitado de la habitación, todavía seguía incomodando un desnivel en una de sus patas. “Podemos probar con darnos un beso”, me dijiste. Abriste tus ojos marrones, como esa primera vez, algunas otras veces más. Danzaste entre lágrimas y miedos. Tal vez, te cansaste. Las palabras tienen eso: son tan salvavidas como destructoras. Me mostraste un paisaje con vueltas de caracol. Yo no sabía que había otras posibilidades, la sensibilidad unida con la razón, la razón unida al corazón, el corazón bailando con un cuerpo presente y tu mente unida a su latido. Te gustaba el orden: si cenamos, cenamos bien y tu bien se llenaba de la vajilla adecuada, de los utensilios precisos para cocinar, de las copas indicadas para tomar vino, del momento justo para abrir las ventanas de tu living para que entre el aire, de la hora de la noche exacta para sintonizar el tocadisco heredado de tus viejos, momento de la madrugada donde —también— las luces bajaban y aparecían las lámparas de pie o los veladores. Sin embargo, tus ojos como espejos seguían alumbrando un lugar que nada podía apagar. De repente, estábamos sentadxs frente al río, contemplando las aguas estancadas del delta que alguna vez me enamoró y me hablaste de una extraña analogía. Me explicaste tu teoría de las mariposas: habías observado cómo en ellas se estampaban las marcas de sus depredadores en las alas. Recordé a las hadas que tanto había cuidado en el Mariposario donde trabajaba en Perú, ellas no se volaban ante la presencia de un animal más enorme, más fuerte; mantenían su presencia encerrada en el dibujo de su piel: unas alas pintadas con los ojos profundos de un búho. El poder tiene formas particulares de aparecer. Se inmiscuye en conversaciones, incomoda al pasar, necesita desintegrarse en palabras, se queda impregnado en las pieles. ¿Será acaso, cuales mariposas naciendo de su crisálida, tomamos de aquello que nos duele, el antídoto del propio veneno? Tirábamos piedras al río por cada pensamiento. ¿Cómo apretar sin presionar? ¿Cómo permanecer en libertad cuando te duelen las cadenas? Tirábamos ramitas por cada pregunta, por cada reflexión. ¿Cómo construimos nuestras propias jaulas? ¿Cómo desvinculo fragmentos como piezas de un rompecabezas que se unen en otros lugares? Nos abrazamos mientras tirábamos piedras y ramitas al río, mientras nos preguntamos, sin sentido: ¿Cómo se construye una gradualidad sin órdenes? ¿Cómo nos abrimos sin aislarnos? ¿Cómo se expande una capa de vida sin retraerse? ¿Para qué esperar tanto tiempo para nombrar lo que cae de maduro? Me pierdo otra vez en el divague del desorden que me ofrece la ciudad. Ante la frialdad y el no sentir. Ante el cemento y el smog. Ante la mirada distante y la distancia de los cuerpos. Ante las luces perdidas y los taxis frenados. Dejamos de lado los días de río, amor y reflexiones, ahora elegimos  palabras certeras, inventamos un ritual de café y vino, olvidándonos de los modismos aprendidos, procrastinando todo hasta el momento infinito, hasta el momento preciso, la hora adonde a las dagas se les permite destruir corazones. Momento exacto de conflicto en la Trinidad eterna del loop de mi rendición. Animales presos de la rueda que no para de girar, Anubis tirando de un lado, Tifus del otro como perfectos maestros de las pruebas del ir y venir, del girar y tirar, del bajar y subir, de la felicidad y la tristeza en su lugar. Cada uno construyendo una narrativa nueva y poderosa, cada uno víctimas del amor que los trajo al mundo. Vos, en tu paraíso construido de orden milimétrico como tus libros ordenados por colorimetría en la biblioteca, la televisión programada para apagarse a las 00:00 hs, tus cepillos de dientes con capuchón. Yo, en mi caos cotidiano, con la ropa acumulada en el piso de mi cuarto, reuniendo platos, cubiertos y vasos sucios en el escritorio haciendo cola para ser lavados, con la cama deshecha desde anteayer. Un puente nunca se construye de un solo lado, decía Cortázar y tenía razón. Los vínculos siguen siendo un espejo misterioso para mirarse de reojo. La palabra vacía. El beso ínfimo que se diluyó en el aire, esa noche donde nunca abriste la ventana para que entre, ni sacaste las copas de tomar vino, ni habilitaste la vajilla cara heredada de tu abuela. La atención plena del jadeo de tu perra. El cuerpo en movimiento aletargado. Pasar de reojo a la mirada que se sostiene en la pupila. Verse en un espejo real que te devuelve otra gracia, otra libertad, otro encuentro. Verse en un espejo de lo que no sos, de lo que podrías ser, de lo que hay allá afuera. Una puerta cerrándose, el cerrojo sin llave, el ascensor bajando, el edificio muerto de silencio a la madrugada, la puerta del edificio encontrándose con el frío de la noche porteña. Verse uniendo partes de espejos rotos. Verse sosteniendo el arte de romper. Verse. Al revés en el espejo de vidrios rotos unidos con arcilla que adose a la pared. Verse por debajo de la piel.

Foto de Malena Pallás