Por Lara Micaela Greco¹

“La gran mayoría de mis amigas fueron violadas”, comentó Franco con total soltura. De repente, en medio de una conversación entre vecinos de cama marinera, se plasmó aquella realidad aterradora. La nube verbal ocupaba un lugar en el aire, en la materia, en la praxis. En esa frase se contenían una y mil historias de violencia que retumbaron en eco a lo largo de los años, para llegar ese día a la boca de Franco. Los fonemas se combinaban perfectamente como un rompecabezas lingüístico, formando la base de aquel escenario desgarrador. A través de ellos, chorreaban los vacíos de la historia, la negligencia de los vínculos sociales, las vivencias individualmente colectivas de dolor que llevaron a que él pudiera articular esas palabras con total ligereza, como describiendo un panorama evidente. No ahondé en esa obviedad, lo dejé pasar y seguí con el resto de la charla; tal vez porque no estaba en condiciones de desayunar tristeza, o porque realmente era una situación que naturalicé en mi conciencia, que ya constituía una parte más del todo.

Por la tarde, me preparé para salir a correr por la playa limeña. La costa era decorada por una avenida intensa, colmada de autos que iban y volvían de sus trabajos. Recuerdo tener puesto un corpiño deportivo y un short acorde al trote, dejando lucir nada más que una parcela breve de piel: mis brazos, mi cuello, mi estómago, mis piernas. Por cada paso que recorría, mi cuerpo se cubría de capas y capas de silbidos, de comentarios de todo tipo, de miradas exageradas. Nadie era responsable y todos lo eran a la vez. Volví al hostel cubierta de pies a cabeza de palabras que no me pertenecían, que no eran mías. Me bañé y raspé con fuerza cada centímetro de mí, para arrancarlas y dejarlas ir por el desagüe.

Esa misma noche me desperté agitada, abrazada por una pesadez agobiante al revivir el recuerdo de aquella vez, al inicio del viaje, cuando luego de rendirme al sueño en una terminal de ómnibus jujeña, sentí una mano deslizándose por mi cadera. Una mano alerta, sigilosa, dispuesta a salir disparada apenas percibiera una mínima reacción. Me incorporé en la silla rápidamente, y escaneé todo mi alrededor en busca de un culpable. Un hombre sentado en la banqueta de atrás, chocando espalda contra espalda, pispeaba mi rostro a través de un espejo de mano. Se giró y me preguntó: “¿Estás mochileando, amiga? Porque yo también…” Lo increpé, le exclamé que sabía que él me había puesto la mano encima y le pedí que se alejara. Se levantó atónito y salió caminando impune con una bolsa de supermercado en la mano. ¡Mochileando con una bolsa de súper, quién diría! Me senté tímida en la silla diminuta que, en ese instante, me quedaba enorme.

Días más tarde, partimos de Lima en dirección a Cuzco: la aventura hacia el Machu Picchu nos esperaba, a mi compañero de viaje y a mí. La caminata al pueblo donde yacían las ruinas nos recibió con los brazos abiertos. Éramos escoltados por el Río Urubamba. Su corriente azotaba fuertemente contra los peñascos y, entre las maderas de los puentes que debíamos cruzar para continuar la ruta, el agua se colaba, nos saludaba desde abajo, nos mojaba los pies. Las gotas de la lluvia caían sobre nuestros rostros cansados de una excursión con un inicio ya desdibujado y un final incierto. Los demás viajeros nos bordeaban, dejando atrás nuestro lento andar. Frenábamos a disfrutar el paisaje, nos reíamos a carcajadas de los pájaros exóticos que identificábamos entre los árboles, de sus colores estridentes y sus vuelos elegantes.

Un grito seco y helado me sacó de nuestra vorágine. Mis ojos se confundían mientras mi cabeza giraba en todas las direcciones posibles, tratando de ubicar la imagen de aquel ruido desesperado. Un grito más, y otro, y otro, cada vez más vívido, cada vez más inmerso en mis tímpanos. Mi mirada se ancló en el cuerpo desnudo de una joven del otro lado del río. Me estanqué en la tierra, de frente a la chica embestida por la corriente voraz. Gritaba en busca de ayuda, se ahogaba en el agua despiadada y con sus gritos de auxilio. Intentaba aferrarse a cualquier superficie con la que chocaba su cuerpo, debilitado por cada golpe recibido. Su cabellera larga se enredaba en su boca y las palabras se le atoraban; el río las retenía, se las tragaba, la dejaba sin habla, la ahogaba en sí misma. Mi pecho quería salir a buscarla, a rescatarla. La mujer se encontraba en el otro extremo del río: era imposible brindarle mi ayuda. La gente se concentraba en su camino, se reía, observaba el cielo. Intenté hacer contacto visual con algún viajero para que pudiera ayudar a la chica en peligro, pero era en vano. Los gritos se atoraban en mi garganta, sentía como si el agua nos estuviera tragando a las dos. Sólo podía quedarme parada siendo testigo de cómo luchaba cuerpo a cuerpo con un río que pretendía hundirla. “¡POR FAVOR QUE ALGUIEN HAGA ALGO! ¡SE ESTÁ MURIENDO!” Posaba mi mirada sobre cada persona que pasaba, sin ofrecerme un mínimo de atención y por dentro, les estampaba mis plegarias. Mi pecho se cerraba angustiado; mi garganta era tomada por una tormenta devoradora de cualquier intento de expresión. Por un instante, sentí cómo la mujer me clavó su mirada. La sentí en mí, abogando por su vida, la contuve herida en mi cuerpo, la recibí en mi sangre, totalmente lastimada. Lentamente, su cuerpo dejaba de responder a la batalla; le imploré a los gritos que resistiéramos, que encontraría la forma de ayudarnos, que cruzaría el río y saldríamos juntas, que no nos dejáramos llevar por la muerte cruda. Me incorporé para contemplar su cuerpo inerte flotando al compás del Río Urubamba. El caudaloso cuerpo de agua exhibía a la mujer como un premio.

Quienes pasaban, le dedicaban a la corriente una mirada veloz y seguían su rumbo. Cada tanto, alguien se atrevía a comentar acerca de la belleza del paisaje. Mi compañero de viaje me señaló, enardecido, a un pájaro de un tinte rojo chillón posado sobre una rama. Mi corazón palpitaba veloz, volcado en una confusión abrumadora y acompañaba el tambaleo torpe de mi cuerpo descolocado. A mi alrededor, sólo seguían caminando. Cada uno inmerso en su propio viaje; se tomaban fotos sonriendo o abrazando a su pareja, se cubrían del agua que rompía en las orillas, se detenían a mojarse la cara con la lluvia. Mi compañero me volvió a señalar otro pájaro de la misma tonalidad, descansando sobre una rama vecina, y me pidió la cámara para sacarles una foto; según él se veían graciosos. Busqué a la mujer, algún indicio de su cuerpo, algún rastro de su lucha. Lejos de encontrarla, en el río aparentemente sólo había agua.

Como un destello fugaz, se me apareció el recuerdo de Franco, de la conversación de vecinos de cama marinera, de la soltura de su confesión. “¿Ya prendiste la cámara? ¡Apurate, uno de los pájaros se está por largar a volar!”

Le dediqué una última mirada al río, confirmando que el agua seguía siendo solo agua, que el cuerpo de la desconocida se desvaneció en un abrir de ojos. Quizás esa mujer era yo, cargando con un cuerpo hecho de chiflidos y agresiones. Quizás esa mujer era yo, luego de sentir una mano bajando por mi piel. Quizás esa mujer era una de las tantas amigas de Franco. Quizás era otra mujer a la que quién sabe qué le pudo haber pasado. Quizás esa mujer era cada una de nosotras. Quizás esa mujer éramos todas a la vez. Cada una vivía en ese cuerpo lastimado. Lo encarnabamos al protagonizar las historia ya contadas por alguna otra. Nos turnábamos el disfraz en cada relato repetido; los demás personajes se desvestían y se humanizaban en otras pieles pero nosotras sólo habitábamos un cuerpo golpeado.

Giré sobre mis pies volviendo a ser parte del camino y reafirmé que ni la gente, ni mi compañero, ni Franco vivirán la misma tristeza que nosotras. Que las gotas que salpicarán sus rostros siempre serán de la lluvia y no de un llanto irreparable. Que nunca se arrodillarán en la orilla con el alma fragmentada. Que jamás observarán al Río Urubamba con la amargura de quien libra la batalla en un cuerpo para mantenerse de pie diariamente. Que sus historias no serán una ola más del eco que retumbará a través del tiempo y el espacio, para imponerse en medio de una conversación de vecinos de cama marinera.


¹ Oriunda de la provincia de Buenos Aires, Argentina. Tiene 20 años y estudia Comunicación Social en la Universidad de Buenos Aires.