Reflexionando respecto de las miradas. De la mía sobre los otros, de los otros sobre mí, la de uno sobre sí mismo. La mirada interna, la de la conciencia…

Las miradas en general son duras y poco amables. Son grises, oscuras, sin luz, como perdidas en el infinito. Extraviadas, llenas de críticas, de vergüenza, de soberbia, de cálculo, de degradación. De miedo, de rencor, de comparación. Miradas indiferentes, violentas, llenas de odio.

Miradas llenas de muerte.

Miro y me miran con dureza y poca amabilidad. En esta forma de mirarnos a nosotros, a los otros y al mundo, nos perdemos. Nos perdemos y nos olvidamos que existe la otra mirada.

Aquella que equilibra, aquella que es amable, aquella que es suave, que es eterna. Aquella que es compasiva; la mirada interna.

Aquella que está más atrás de tus ojos, mucho más atrás. Aquella que puede penetrar el mundo de lo material, transformándolo con suavidad, amabilidad y compasión.

Me reconozco en la mirada de muchos, y seguro que otros se reconocen en la mía. En el otro veo mis dos lados, reconozco la luz y la oscuridad. Reconozco nuestros condicionamientos, pero sobre todo reconozco nuestra gran posibilidad de cambio.