Que tu volcán interior
no duerma en la norma,
que mueva despacito,
sigilosamente,
los cimientos del poder

Para que pronto brote sí
bien fuerte
todo tu magma por los ojos
y haga arder el suelo
con las que en silencio
ebullían la liberación.

No somos tan distintas,
nos oprime lo mismo
a distinta escala.
No estamos tan lejos.
Yo sí puedo verte.

Manon Valentina Segret

 

En el año 1987 en Moscú, en el contexto del Encuentro Mundial de Mujeres por la Paz organizado por las mujeres de la RDA (República Democrática Alemana), se produjo un hecho difícil de describir, por la emoción y el gusto de estar con miles de mujeres de todo el mundo, creídas de que nuestra participación era vital para terminar con la violencia de todo tipo. El territorio afgano estaba invadido por la URSS, por lo tanto las afganas que conocí —las que los hombres rusos llevaron al encuentro— eran comunistas vestidas como occidentales. Obviamente no nos entendíamos, pero el hecho de ser mujeres encontrándonos, todas por la misma causa, nos daba un plus de alegría enorme.

Para contextualizar: la URSS retiraba sus tropas invasoras de Afganistán y comienza una guerra civil para ver cuál de las tribus se quedaba con el poder. Como eran anticomunistas y antisoviéticos, realizan ejecuciones públicas, entre ellas a algunas de las mujeres que habían participado del encuentro en Moscú. Estuve con ellas en algún salón, escuchando una conferencia o tal vez en el comedor, tomando café. El mundo occidental festejó el retiro de la URSS y alentaron las guerras internas, pero para nosotras, las mujeres del mundo, fue un horror: por lo que los grupos tribales habían hecho con las mujeres y, también, por lo que el Primer Mundo —nteresado en los recursos de ese país— iba a realizar.

No voy a extenderme en escribir sobre las diferentes formas tribales que conviven desde los tiempos de la prehistoria humana en Afganistán, porque solo estuve en Uzbekistán (país fronterizo que en esa época pertenecía a las trece Repúblicas Socialistas Soviéticas, gobernada por los soviéticos) y vi un país colonizado por un imperio donde la diferencia entre el pueblo y los señores del poder eran visibles. Cincuenta grados de calor en el desierto, mientras hacíamos recorridos de un lugar a otro, escuchábamos cómo se hablaban en ruso los señores del poder y en distintos dialectos, el pueblo; y una mujer —dirigente gremial de judiciales de Buenos Aires— me dice: «¿Se creen qué somos idiotas?» Ya desde esas épocas, las latinoamericanas estábamos muy sensibles a los colonialismos.

A partir de esa experiencia, escribí un artículo llamado “Misoginia”, que fue censurado. No estoy segura si eeso fue porque el tema no era «de agenda” para Buenos Aires, dado que nuestra organización estaba liderada por varones en plena campaña política, o porque no les gustó como estaba escrito. En dicho artículo, me preguntaba por qué se rasgaban las vestiduras en Occidente por la misoginia que había en Asia, si en el resto del mundo —mal llamado “civilizado”— ejercía prácticas iguales o peores; y comenzaba a enumerar y comparar las actitudes hipócritas, violentas y patriarcales que existían.

Estas últimas semanas se repite la historia: se retira otro imperio colonialista de Afganistán y Occidente ubica a las mujeres en primera plana, como si en estos territorios no mataran, mutilaran, violaran, desaparecieran, encarcelaran mujeres.

Entonces, ahora que los imperios vuelven a justificar su violencia colonialista poniendo la cara y las ropas de las afganas en primera plana, reseño “algunas” similitudes de la violencia ejercida contra nosotras aquí, en Latinoamérica. Porque para describirlas a todas, no me alcanza un artículo. Ya lo decía Simone de Beauvoir: «Bastará con una crisis política, económica o religiosa para que los derechos de las mujeres se cuestionen. Estos derechos nunca son adquiridos. Deberéis permanecer alerta durante toda vuestra vida». Lo que les sucede a las mujeres afganas nos sucede a nosotras.

Para comenzar, desde mi punto de vista, la vestimenta de las mujeres siempre es una imposición del sistema mercantilista, también podría llamarlo capitalista, pero hoy en día, en los países con otros regímenes, sucede lo mismo. El burka como imposición a las afganas y las minifaldas para las occidentales tienen el fin de colonizar y sexualizar los cuerpos de las mujeres como, así también, hacer uso de ellas como les dé la gana. En Afganistán se las encierra para que no generen deseo y que sean exclusivas; en Latinoamérica se las expone para generar una morbosa excitación en una competencia exacerbada de machos.

Por un lado, en ambas culturas, el modelo de maternidad se constituye como un mandato divino y es sacralizado; por otro lado, se nos impone un modelo romántico del amor, cuando por detrás hay una oscura apropiación de nuestras intenciones.

En Afganistán, a ellas les prohíben educarse, van a la escuela solo en el nivel primario. El nivel secundario, terciario y universitario es solo para varones, además las clases las dictan solo hombres. En Latinoamérica, los gobiernos cierran escuelas públicas, rebajan los presupuestos para educación y a las mujeres se nos expone a situaciones de violencia institucional. Con respecto a la salud, allí ellas no pueden asistir a los hospitales porque la medicina la ejercen los hombres y sus cuerpos solo pueden ser vistos por sus maridos. Aquí, también cierran centros de salud pública, rebajan al mínimo los presupuestos de asistencia y a las mujeres se nos expone a diversas situaciones de violencia psíquica, física o verbal en el ámbito de la salud reproductiva y obstétrica. Estas experiencias de opresión se agravan en contextos de vulnerabilidad social y económica.

También podemos observar estas diferencias de género en la participación política de las mujeres. En Afganistán, está prohibida tal participación; las activistas son perseguidas y enjuiciadas, tampoco se les permite gobernar o tener cargos institucionales. En Latinoamérica, tanto las fuerzas políticas como los movimientos sociales están, en su mayoría, encabezados por hombres. De hecho, nos vimos obligadas a generar una ley de cupo femenino para establecer un piso mínimo de representación política en las listas.

Por otro lado, es de público conocimiento el encarcelamiento y la persecución de las mujeres de los movimientos sociales, políticos, sindicales, ecologistas; de todas aquellas que luchan por sus derechos y los de sus etnias. Todavía vemos como Milagros Sala lleva cinco años y medio presa por sus acciones políticas o seguimos lamentando el asesinato de mujeres defensoras del territorio como Marielle Franco en Brasil y Berta Cáceras en Honduras, por nombrar algunas de una lista que es infinita.

Podría agregar diferentes manifestaciones de violencia ejercida contra las mujeres latinoamericanas en ámbitos sociales: desde chicas nos enseñan a cuidarnos de los acosos y abusos callejeros, “a igual trabajo, sueldos más bajos”, uniforman a las que pertenecen a un mundo de privilegios para diferenciarlas y excluyen a aquellas que no tienen cuerpos que responden al modelo hegemónico.

La violación de los derechos de las mujeres y del colectivo LGBT+, representada en formas diversas en esta civilización patriarcal, muestra la matriz violenta hacia las mujeres y diversidades; es un mandato masculino, su dominio y exclusión es un símbolo de virilidad. Observando todos estos hechos, podemos confirmar que no están garantizados los derechos que escritos en la Constitución de cada país. Según qué  gobierno esté de turno, se activa la legislación para conseguir el voto de las mujeres o se la desactiva cuando a sus intereses les conviene. Nos quieren hacer creer que tenemos derechos adquiridos, pero en realidad hay que estar activas todo el tiempo luchando por ellos.