Tras la bienvenida a la cárcel fui conducido a una celda. Permanecí parado mirando aquel lugar tétrico en el que pasaría mi primera noche en cautiverio. Había una cama metálica con un colchón pelado y un inodoro.

Pasaron unas horas, llegó un funcionario que nos condujo uno por uno a las duchas. Estaba terminado mi aseo cuando, desde la reja, alguien gritó mi apellido.

-Soy yo -respondí.

-Vístase que tiene visita -dijo el encargado.

Sorprendido y contento salí del pabellón. Caminé por un pasillo hasta el puesto de control, tras pasar varias rejas me detuve frente a la puerta. El encargado hizo las inspecciones y el cacheó, después abrió la puerta. Del otro lado estaba mi mamá. “¿Cómo habría llegado hasta allí?”, me pregunté; cuando ni yo mismo sabía dónde estaba.

Ella vino corriendo hacia mí y me abrazó como si hubieran pasado mil años. Después nos sentamos en un rincón. Me mostró cosas que había traído para comer, me hizo mil preguntas. Quería saber cómo estaba, cómo me habían tratado.

“Muy bien”, respondí, mintiéndole. Pasamos unas horas juntos y logré tranquilizarla.

Tras la despedida volví hacia adentro, a mi nueva vida, con los ánimos renovados.

De nuevo en la puerta, del otro lado estaban otros pibes que también habían tenido visita. Los encargados revisaron la mercadería que me había traído mi mamá. Todo fue lanzado por los suelos de mala manera.

Ante mi asombro pedí explicación, lo cual despertó la sonrisa socarrona del funcionario.

-A este déjalo para el final -fue su respuesta, dirigiéndose a otro guardián.

Hoy me doy cuenta de lo ingenuo que era a tan corta edad, pues incluso pensé que es que me iban a explicar…

Y sí, de algún modo la explicación llegó.

Cuando el resto de presos hubieron pasado el más gran de los guardas se dirigió a mí:

-¿Dónde te pensás que estás vos? -Dijo, soltándome un bofetón con la mano abierta.

Repliqué la agresión, casi instintivamente, sin ni siquiera llegar a rozarle. De inmediato recibí otro impacto, esta vez, en la boca del estómago, y después, un aluvión de golpes.

Por si no lo había entendido, dijeron que estaba en la cárcel y que ellos eran la autoridad.

Así comencé a comprender.

Comprendí también otra cosa: no me cambiaría por ninguno de estos sabuesos, pues más allá de ser el típico delincuente juvenil de poca monta no tenía en mi interior ni un resquicio de aquella crueldad “tan natural” para ellos.

En una jornada tan instructiva aprendí también que se puede elegir ser peor o ser mejor.