23 de agosto 2021. El Espectador

 

Cada vez que veo al padre Francisco De Roux pienso que la vida debe sentirse orgullosa de su existencia. Es como si a él le hubieran construido el alma con miles, millones de átomos de fortaleza, de bondad y serenidad. Francisco, Pacho, el hombre que nunca se cansará de buscar verdad para construir paz, es como diría Serrat, “menudo como el viento”, y un roble en humildad y sabiduría, en resistencia y humanismo.

El 16 de agosto él –presidente de la Comisión de la Verdad– y los comisionados Lucía González y Leyner Palacios, asistieron a un encuentro con el expresidente Álvaro Uribe, el político más tristemente poderoso de nuestro país. Fue un encuentro entre la verdad y la falacia, entre la humildad de la grandeza y la vanidad del terrateniente. Podemos darle múltiples lecturas, pero fue, por encima de todo, un encuentro necesario.

La primera tentación es quedarnos anclados a las cosas que nos indignaron: la locación de “sigo siendo el rey”, la insólita mezcla de insultos y relinchos, la misoginia, la mesa dominante, el cinismo que le apuntó transversalmente a todos los sentidos posibles. Aceptemos que la puesta en escena fue siniestra. Pero a estas alturas uno tiene la obligación de no quedarse en las obviedades, sacudirse las piedras y llegar al fondo de las cosas.

Por definición y por razón de ser la Comisión de la Verdad tiene que oír a los protagonistas del conflicto armado en Colombia; a las víctimas y a los victimarios físicos e intelectuales, recoger testimonios, contrastar versiones y armar el rompecabezas de nuestra historia reciente, con todos sus dolores y crueldades, sus mutilaciones físicas y emocionales. La Comisión de la Verdad oye a las personas como son, no como quisiéramos que fueran, y hay sujetos tan desprovistos de autocrítica, que ni siquiera un contacto con la bondad extrema los lleva a aliviar su espíritu y quitarse su escafandra de violencia.

Somos un pueblo que trata de sobreponerse a 60 años de estrés pre, trans y posttraumático. Nunca será fácil oírnos y reconocernos, sobre todo cuando algunos interlocutores menosprecian la realidad, la memoria y hasta la vida misma. Si la verdad duele, la mentira mata.

Aceptémoslo: hemos sido actores y secuelas de la guerra. Sabemos lo que significa tener la frente en alto, el corazón roto y la confianza en cuidados intensivos. Así nunca hayamos empuñado un arma, llevamos décadas de emociones difíciles, palabras duras, indiferencias acumuladas y violentas. Para evolucionar necesitamos comprender que, entre el error y el horror no hay dos letras sino 9 millones de víctimas, y que en el “culpómetro” colombiano casi todos tenemos participación. La negación ya no tiene cabida.

¿Qué nos queda en este cruce de coordenadas entre perdón y venganza, entre los fantasmas que fuimos y los que seremos? Nos queda la obligación moral de blindar las instancias que nacieron del Acuerdo de Paz, desarrollar una comprensión que trascienda lo obvio y consolidarnos por la no violencia, con una persistencia a prueba de sofismas, de embustes y mordazas.

Y decirle a Pacho De Roux y sus comisionados, a la JEP y los magistrados, a las víctimas y a los firmantes de paz, que cuentan con nosotros. No vamos a tragar entero; una cosa es hablar en clave de reconciliación y otra, aceptar la propuesta de una amnistía general (prohibida por el Estatuto de Roma), planteada –cuando le conviene– por el más energúmeno opositor a la justicia transicional.

El miedo nos marcó el pasado; llegó la hora de que la verdad nos trace el futuro.

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