Debe exigirse una fiscalización íntegra de la intervención española en Afganistán, que incluya la llamada Ayuda al Desarrollo, y que reivindique la soberanía de la sociedad, secuestrada en materia de defensa

 

Por Juan Carlos Rois/El Salto diario

La toma del poder en Afganistán por los Talibán y el derrumbe del gobierno corrupto sostenido por la OTAN hasta hace unos días supone una refutación en toda regla de la política de injerencia militar de EEUU y de los países occidentales aliados, España entre ellos.

El intervencionismo militar perseguía unos objetivos de reordenación geopolítica, al servicio fundamentalmente de los intereses de EE.UU, pero proclamaba otros. De los primeros es posible que no podamos saber todos los entresijos y, por tanto, evaluarlos. Pero de los que retóricamente se proclamaron con grandilocuencia (la paz, el desarrollo, la consolidación de los derechos humanos y de las mujeres y el levantamiento de un estado democrático) el fracaso es clamoroso.

Si algo ha conseguido el intervencionismo militar de la OTAN en este caso, ha sido cronificar, polarizar más si cabe y expandir de forma sinérgica las múltiples violencias (directa, estructural y cultural) que ya se padecían antes en Afganistán y añadir a todo ello la aportación de la propia violencia impuesta por la injerencia militar desencadenada.

Ahora que los países occidentales quieren salir de la escena como de puntillas y a toda prisa, llega el momento, a mi parecer, de no permitírselo y de pedir cuentas. Dado que otra cosa será, de momento, imposible, al menos debemos fiscalizar y analizar estos 19 años y cuatro meses de presencia militar internacional en Afganistán y, como es lógico, sacar de ello lecciones y exigir responsabilidades. No puede ser, una vez más, que se vayan de rositas los que han participado en este tremendo desmán como si no pasara nada y, menos aún, que nos vuelvan a involucrar en cualquier otro conflicto con semejantes argumentos.

Injerencia militar española en el orden mundial

España tiene una amplia responsabilidad en la injerencia militar mundial. Desde Felipe González hasta el día de hoy, los gobiernos del PP y del PSOE (y ahora del PSOE con Podemos) nos han involucrado nada menos que en 91 intervenciones militares en el exterior (actualmente 15), con un coste cercano a los 18.000 millones de euros de gasto y más de 127.000 militares implicados. La injerencia militar forma parte, junto con una nefasta estrategia militar intervencionista que se llama “de fronteras de seguridad avanzada” y que sitúa nuestra “frontera” estratégica en cualquier parte el mundo, de la idea de defensa que maneja el consenso de nuestras élites en materia de defensa.

En el caso de Afganistán, España participó tanto en la guerra desencadenada contra los talibán (buque de aprovisionamiento de combate Patiño, las fragatas Numancia y Santa María, los aviones de transporte C-130 Hércules del Ala 31, helicópteros y asistencia sanitaria, prestada por la Unidad Médica de Apoyo al Despliegue del Ejército del Aire y atenciones hospitalarias en el Spanish Hospital de la UMAD), como después, con la intervención militar posterior que nos ha mantenido en Afganistán hasta hace unos días, primero controlando militarmente varias regiones afganas y más tarde formando militarmente al ejército afgano.

Esta participación ha ocupado, según el panegírico triunfalista y propagandista que nos soltó el Ministerio de Defensa en el mes de mayo cuando “los últimos” soldados españoles abandonaban Afganistán, a 27.000 militares españoles, que han realizado más de 28.000 patrullas y 1.400 misiones de desactivación de explosivos, y enseñando el arte de la guerra a un ejército afgano (que ha desertado en masa), con 102 fallecidos (es decir, fallecidos de los nuestros, porque los “efectos colaterales” no se cuentan) y que ha sido la operación militar más larga, masiva y cara que ha llevado adelante España.

Llama la atención que, a estas alturas, sea imposible conocer datos tan esenciales como, por ejemplo, el coste real que ha tenido esta participación, de la que El País informa ahora que alcanza los 3.500 millones de euros, si bien en 2015 el mismo medio indicaba que alcanzaba más de 3.700, a los que, al menos, habría que sumar el valor de las más de 17.000 toneladas de armas que Aznar donó al ejército afgano, lo que se haya gastado desde 2015 a la fecha actual, así como, al menos, los más de 500 millones que España gastó en cooperación con Afganistán entre 2001 a 2014, o las donaciones comprometidas en las conferencias de donantes de Londres de 2006, La Haya de 2009 y Londres de 2010, sin descartar otros recursos que desconocemos.

O que, hasta la fecha, no se haya efectuado una fiscalización por parte del Tribunal de Cuentas ni ninguna otra instancia de control sobre esta operación en concreto, ni se cuente con ninguna evaluación pública de la misma, no solo en términos económicos, jurídicos o contables, sino, incluso, de los indicadores de sus logros y sombras, o de índole político.

Nos encontramos ante la operación militar “prototipo” y “ejemplar”, según afirman los responsables del Ministerio de Defensa, y el referente para las que hayan de realizarse a futuro. Es por todo ello que, en mi criterio, es imprescindible fiscalizar, evaluar y someter a debate público estos casi veinte años de intervencionismo y sacar conclusiones para el futuro. Nos lo merecemos como sociedad. No podemos dejar en la nebulosa lo que se ha hecho, ni dejar de pensar si es este el modo en que queremos estar presentes en la esfera internacional.

Tres tareas pendientes

Ello obliga a reivindicar tres exigencias y tareas.

Debe exigirse una fiscalización íntegra de la intervención española en Afganistán, tanto de la guerra como de los posteriores veinte años de presencia militar en Afganistán. Así mismo, de los recursos que por cualquier otro cauce (cooperación, misiones de policía de la UE, fondos del presupuesto del Ministerio de Exteriores en su caso o cualquier otro recurso, provenga de donde provenga) se han destinado a Afganistán.

Dicha fiscalización sería ideal que se realice de forma rigurosa y con los instrumentos de fiscalización del Tribunal de Cuentas y de la IGAE, a fin de verificar a) la liquidación íntegra de dicho gasto, b) su destino efectivo y desglosado, c) Las posibles desviaciones de gasto a partidas inadecuadas, d) la sujeción a la legalidad, a los criterios normativos y técnicos sobre la gestión del gasto público, e) la detección, en su caso, de despilfarro, posibles usos corruptos del dinero destinado y otras deficiencias de gestión de estos fondos f) y la idoneidad de los mecanismos de control de dicho gasto y los mecanismos correctores que sean menester.

Debe realizarse un análisis de resultados, basado en indicadores objetivos y que son habituales para las actuaciones que desarrolla, por ejemplo, la cooperación al desarrollo. Me parece imprescindible enjuiciar los resultados de nuestra intervención desde este tipo de parámetros principalmente porque, siendo la justificación de esta intervención la apelación a la paz, los derechos humanos y los valores altisonantes que han adornado la retórica con la que nos han vendido la cara amable de la intervención, debe ser desde parámetros tan ampulosos desde los que también se juzgue el impacto de nuestra intervención militar en Afganistán, sin ahorrarnos en el análisis ni la necesaria asunción de responsabilidades personales, institucionales y colectivas en el desaguisado, ni la absoluta luz y taquígrafos sobre lo realizado y su eficacia.

Lo lógico es que este nivel de análisis técnico y político fuera promovido, por ejemplo, desde una comisión de investigación que contara con estudios de expertos, pero también de organizaciones sociales de nuestra sociedad plural. Por desgracia, y dado el papel lamentable que en el control de lo relacionado con Defensa ejerce el parlamento y, por qué no decirlo, dado que los “representantes” en las cámaras no representan en absoluto la sensibilidad y las opciones de la sociedad en esta materia, sino más bien aplauden de forma acrítica las políticas pactadas de forma opaca en materia de defensa, esta evaluación ineludiblemente deberá ser promovida desde la sociedad y desde los movimientos interesados en no dejar pasar, una vez más, la ocasión de decidir sobre el intervencionismo militar y sobre el modelo de defensa que en nuestro nombre, pero sin nuestro consentimiento, se ejerce.

Y, en tercer lugar, y precisamente para reivindicar nuestra soberanía secuestrada en materia de defensa, donde la sociedad ni es tenida en cuenta ni consultada (¿sabían por ejemplo que la definición de la Directiva de Defensa se realiza de forma opaca y por expertos militares y se aprueba por el presidente del gobierno al inicio de cada legislatura sin que previamente pase por el parlamento ni se debata?; ¿sabían que este documento define qué queremos defender, qué medios queremos poner en ello, con qué recursos, que ejes estratégicos, etcétera sin que lo definido por el militarismo tenga nada que ver con las aspiraciones de seguridad humana de la sociedad?), un tercer grado de enjuiciamiento del intervencionismo militar español, decíamos, que en este caso debe realizar la sociedad mediante metodologías participativas y con el protagonismo de los movimientos sociales políticos de nuestro escenario plural, para preguntarnos si es este el modo en que queremos estar presentes en el mundo, así como para respondernos las inocentes preguntas de qué queremos defender, cómo queremos hacerlo y, en definitiva, sobre las alternativas al modelo de defensa vigente y de lucha por la seguridad humana.

Preguntas como, por ejemplo, a) si queremos hacernos presentes mediante el envío de tropas para intervenir en los conflictos, o b) si queremos defender lo que la OTAN define como defendible, o c) sobre lo que consideramos riesgos, o amenazas, o enemigos en su caso para la sociedad y cómo actuar ante ellos, o d) si podemos aspirar a una alternativa global de seguridad que desinvente el militarismo.

Se trata de preguntas para las que, por cierto, la práctica de múltiples movimientos sociales tiene algunas respuestas (contrastadas con su propia experiencia de acción y lucha diaria y que desmienten en el día a día el discurso de la “necesidad de la defensa armada”) mucho más creativas y eficaces que la preparación de la guerra y para las que ya contamos con más que unos pocos mimbres en el plano de las ideas y las realizaciones para poder enriquecer el debate.

Promover estos debates y este juicio social al militarismo se me antoja como una tarea en la que debemos embarcarnos desde la agenda pacifista que, con gran esfuerzo, está construyendo el movimiento pacifista y antimilitarista en este momento histórico.

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