Las estremecedoras escenas que hemos observado en el aeropuerto de Kabul, la capital de Afganistán, no pueden dejarnos indiferentes. Cientos de afganos intentando hacerse un espacio en los aviones que despegan, llegando a colgarse de ellos aun estando en marcha, ilustran el drama que se vive.

Estamos haciendo referencia a una zona con características tribales y donde conviven distintas etnias, donde el único factor que los une es el islam. El interés que despierta todo lo que allí ocurre se explica por tratarse de una zona rica en minerales y su posición geográfica, codiciada por los distintos imperios a lo largo de los siglos. La extinta URSS también estuvo allí en la década de los 80 temiendo la expansión del islamismo en su territorio, viéndose también forzados a retirarse con la cola entre las piernas.

Sorpresivamente los talibanes se han apoderado del país sin encontrar mayor resistencia luego del retiro de las fuerzas estadounidenses estacionadas allí por cerca de 20 años. Dos décadas de presencia, desde el derrumbe de las torres gemelas, en el marco de la operación inicialmente llamada “justicia infinita” destinada a conjurar el terrorismo islámico. Operación dispuesta bajo la presidencia de George Bush Jr.  y que posteriormente pasó a llamarse “libertad duradera”.

Las escenas que llegan diariamente desde la zona nos dicen, trágicamente, que nada tienen los afganos de libertad duradera. Dos décadas en las que se procuró generar y equipar un gobierno y unas fuerzas armadas capaces de sostenerse por sí mismos de modo que los estadounidenses pudiesen retirarse. Todo ha sido en vano, repitiéndose lo ocurrido en Vietnam en la segunda mitad del siglo pasado, donde las fuerzas armadas más poderosas del orbe fueron derrotadas por fuerzas vietnamitas irregulares. Esta vez, en Afganistán bastó que los EEUU se retiraran para que los talibanes volvieran por sus fueros a una velocidad que nadie fue capaz de prever.

Hace tiempo que EEUU quería retirarse por la gangrena financiera y el desprestigio político asociado a su presencia por esos lares. Sucesivos gobiernos lo intentaron, con Obama y Trump mediante retiradas graduales, hasta que Biden cortó por lo sano con las consecuencias que estamos viendo. La prueba más rotunda del fracaso está dada por la nula resistencia, la huida del presidente afgano, y el retorno en gloria y majestad de los talibanes.

Lo expuesto delata que  no es llegar e imponer un gobierno, una cultura en confines remotos. Lo demuestra el hecho que tras 20 años todo haya vuelto a fojas cero. Pero al mismo tiempo, tampoco es llegar y desentenderse de lo que está ocurriendo. Colisionan dos principios, el de no intervención y autodeterminación de los pueblos, con el de respeto irrestricto de los DDHH.

No es aceptable, menos en los tiempos actuales, la imposición de la visión talibán que limita severamente los derechos de las mujeres en relación a los de los varones. Limitaciones para estudiar y trabajar, así como en materia de vestuario, las que en caso de ser desobedecidas son castigadas con brutal severidad.

No están los tiempos para la indiferencia y las fronteras políticas no pueden ser excusa para no involucrarse cuando los DDHH están siendo avasallados.