Por Rodrigo Arce Rojas[1]

Hasta ahora el lenguaje que desarrollamos institucionalmente en el mundo de la conservación y el desarrollo está fuertemente marcado por una concepción antropocéntrica que separa el ser humano de la naturaleza y justificamos su tratamiento como canasta de recursos que deben satisfacer nuestras infinitas necesidades. Esta concepción está tan naturalizada de tal manera que no concebimos otras formas de relacionarnos con la naturaleza. En tal sentido hablar de mercantilización de la naturaleza parece un despropósito porque nos parece tan natural que los bosques sean tratados como fuentes de bienes (recursos, insumos, materias primas, capital) o de servicios siempre al servicio del ser humano. Consecuentemente nuestro lenguaje está colmado de expresiones asociadas a los recursos como producción, productividad, competitividad pero siempre en la lógica del interés humano.

Pero esta forma disyuntiva de relacionarnos con la naturaleza trae tremendas consecuencias pues simplemente no vemos al otro natural o si lo vemos solo lo apreciamos en la medida de nuestros intereses. Consecuentemente ese “otro” (“la naturaleza”) queda invisibilizado o es ideológicamente reconocido como bien, como capital natural y que, además, puede ser sustituido por otros capitales como capital económico y financiero, capital construido, capital físico, entre otros. Al ser reducido a cosa entonces la naturaleza queda desprovista de cualquier sacralidad o de cualquier empatía. Todo se justifica en nombre del crecimiento económico que adopta atávicamente el carácter de desarrollo humano. Todo este discurso ha sido legitimado mediante la convergencia de la ciencia normal, de la economía, de la política que se manifiesta en una visión predominante de desarrollo en favor del interés humano. Pero decir interés humano es muy genérico y puede ocultar el hecho que aún entre los grupos humanos hay diferencias por cuanto irrumpen relaciones de poder y control que hace que los beneficios, la mayoría de las veces, siga la fuerza gravitacional de las relaciones de poder. Así se configura una situación en la que los beneficios van mayoritariamente a los grupos de poder y la contaminación y los impactos sociales se desplacen a los grupos sociales menos favorecidos. No es de extrañar entonces que ante los embates del despojo por parte de los grupos poderosos se expresen conflictos socioambientales o ecoterritoriales en busca de justicia ambiental y ecológica, tal como dan cuenta la ecología política, la economía ecológica y la ética ambiental y ecológica.

Aun cuando el sistema capitalista hegemónico haya tomado en cuenta la necesidad de incorporar consideraciones sociales y ambientales en sus planteamientos optimistas de progreso infinito, como se demuestra en la economía ambiental, la economía de recursos naturales o la economía verde, entre otras perspectivas, en el fondo no mueve su apuesta fundamental de mantener los estilos de vida, de producción, de distribución y consumo negando la realidad entrópica de la economía. Así han surgido soluciones como los servicios ecosistémicos, cooptados por la valoración económica, compra de indulgencias de contaminación mediante los mercados de carbono, la contabilidad verde, entre otras alternativas que siguen viendo a la naturaleza como un capital sustituible y desechable si no corresponde a la rentabilidad y eficiencia del sistema económico hegemónico.

El resultado global de esta forma de relacionarse con la naturaleza ha sido desastroso pues como sabemos se pone de manifiesto en las grandes crisis civilizatorias, crisis además que se encuentran todas interrelacionadas. Entre ellas podemos mencionar a la crisis climática, crisis de la biodiversidad, crisis de los ciclos del fósforo y nitrógeno producto de la agricultura industrial, la pérdida de cobertura vegetal y el cambio de uso de la tierra, entre otros. La huella ecológica humana es muy grande y estamos superando cada año dramáticamente la biocapacidad anual de la tierra.

Parte de la tragedia tiene que ver con la incapacidad de ver al “otro natural” y por lo tanto cuando estamos frente a un bosque estamos viendo los bienes y servicios factibles de transacción económica y financiera y no estamos viendo, ni queremos ver, que ese otro es en realidad un conjunto de entramados con expresiones diversas de vida con intereses propios de desplegar su potencial biótico, de florecer y de continuar con sus procesos de adaptación y evolución. El problema mayor es que nos reconocemos en ese otro “natural” del cual también formamos parte. En otras palabras no existe el otro, existe el nosotros, aunque a veces se ponga de manifiesto el énfasis humano y en otras ocasiones se exprese el énfasis de naturaleza. Ahora sabemos que muchos atributos que considerábamos exclusivamente humanos no lo son tanto porque los podemos encontrar con diferencia de grados en los distintos dominios de la vida. Nosotros mismos no somos individuos, sino que en realidad somos ecosistemas entrelazados con otras expresiones de vida. Asimismo, como “individuos” estamos entrelazados con la sociedad, con la especie humana y con toda la trama de la vida. Aprendemos intersubjetivamente en un marco cultural y en el medio.

Frente a soluciones instrumentalistas de mercado planteamos soluciones basadas en la convivencia que quiere decir el reconocimiento que tanto vida humana como vida no humana formamos parte de una gran familia unidos no solo por la historia sino también en términos culturales, históricos, biológicos, ecológicos, biofísicos, bioquímicos, informacionales y energéticos.

No es lo mismo estar parado frente a una cantidad o volumen de materias primas que estar parado frente a diversas expresiones de vida (flora, fauna, microorganismos) que independientemente de las valoraciones humanas tienen valor intrínseco y que además tienen el derecho de fluir en sus manifestaciones vitales. Ello sin importar su volumen corporal, su apariencia o la estética que alimente. Esto es recuperar la ecología integral y la ética ecológica que reconoce el valor de las interrelaciones. Se reconoce por tanto que esta actitud requiere un giro copernicano, una transformación profunda de nuestra civilización que se ha construido con base en la dominación de la naturaleza.

Esta transformación por supuesto no es fácil pues genera muchos dilemas éticos y morales que no son sencillos de superar. Somos conscientes de esa situación y habrá que ver en qué medida se generan soluciones creativas frente a las tensiones que puedan surgir. Claro está que no nos guía una posición fanática pero tampoco una posición excesivamente pragmática y simplificadora. Tan peligroso es desarrollar esquemas de pensamiento que sobre simplifiquen como esquemas totalizadores que no reconozcan la incompletud del conocimiento. De ahí la importancia de reconocer lo estratégico, lo relevante de lo complementario, orbital o accesorio.

Tampoco es fácil porque nos vemos en un marco de administración pública sectorial y disciplinario que solo mira, piensa y actúa en el marco de la parcela encargada de la realidad. No es fácil porque es más cómodo quedarse en la zona del confort, del orden, de lo establecido, instituido, normalizado, estandarizado y existe poca predisposición para sumergirse en los campos del caos, de la creatividad y la innovación, de lo instituyente que refiere a los procesos emergentes de conocimientos y propuestas que ebullen desde lo instituyente, desde la academia sociocrítica, desde los pueblos y desde los movimientos sociales y ambientales/ecológicos.

Las soluciones basadas en la convivencia humana por tanto descansan en el respeto mutuo hacia la naturaleza del cual formamos parte, están basadas en la colaboración, en la solidaridad y la reciprocidad e incluso en el amor. Como dicen los pueblos indígenas andinos del Perú relaciones basadas en la crianza mutua. Aun cuando haya personas que digan que estas son concepciones animistas de etapas prelógicas o preconscientes, lo cierto es que hoy más que nunca necesitamos recuperar el sentido profundo de la trama de interrelaciones de la vida. Es la principal lección de la pandemia que no podemos soslayar.

 

[1]Doctor en Pensamiento Complejo por la Multidiversidad Mundo Real Edgar Morín de México. Magister en Conservación de Recursos Forestales por la Universidad Agraria La Molina, Perú. Docente en la Maestría de Ecología y Gestión Ambiental de la Universidad Ricardo Palma y en el Doctorado en Ciencias e Ingeniería con mención en Desarrollo Sostenible en la Universidad Nacional de Ingeniería, en Lima, Perú.