12 de abril 2021. El Espectador

 

Necesitaba oxigenarme de la violencia que intenta destrozar a mordiscos la paz, ventilarme de los funcionarios mediocres y lambones que persiguen apellidos en cacerías de brujas, y de los fariseos indignados por las maestras que preguntan por la verdad.

Tal vez por eso, sin visa ni pasaje ni hotel reservado, emprendí sin moverme de mi casa un viaje imprevisto. Con ese nudo que a veces nos aprieta la nostalgia, llegué al uniforme del suéter rojo y a las cuerdas de una guitarra que no aprendí a tocar. Una adolescencia vivida hace 50 años me estaba esperando al otro lado de la puerta del avión imaginario.

Todo empezó hacia la medianoche de un día cualquiera; tenía ese cansancio que producen los martes inciertos, días sin bordes y con pandemia, reportes de muertos que nunca debieron ser, mentiras y manipuleos grotescos por parte de los líderes de cartón.

De repente apareció en Facebook una página sugerida: “Seguidores de Pablus Gallinazus”. ¡Pablus! Artista maravilloso, poeta rebelde —perdón por el pleonasmo—, que nos enseñó a protestar porque la vida ha sido injusta desde chiquita. No habían pasado siete segundos cuando ya estaba navegando en su página y el tiempo empezó a correr, pero hacia atrás, como se mueven los recuerdos.

Mi ventana de ciudad se llenó de rosas rojas y amarillas, y de mulas revolucionarias que bajaban del monte. Era de esperarse; uno está hecho de una arcilla donde quedan las huellas de todo lo que le ha pasado: el eco de lo que tarareaba de ida al colegio, la fuerza de los amores que le dieron vida y agonía al corazón, y los hilos que nos remiendan la memoria; uno lleva puestas las ecuaciones del tablero y las otras, las inquilinas que se convirtieron en dilemas y nos cambiaron las líneas de la mano por círculos concéntricos de heridas y reconciliaciones.

En una entrevista le oí decir a Pablus Gallinazus que uno debe ser útil y armónico y escribir poesía, es decir, “hablar sin recortes, con generosidad y con la verdad”. ¡Qué felicidad saber que buena parte de mi rebeldía la tejí cantando la suya!

Pablus, el nadaísta a quien las emisoras y los gobiernos de turno vetaban porque la crítica es el oxígeno del pueblo y la pesadilla del poder, fue voz, motor y piel de una generación que tenía la capacidad de llamar las cosas por su nombre, de ser políticamente incorrecta y no resignarse a ninguna de las expresiones de la infamia. Una generación que vivía para defender la vida misma, rechazar las presiones y opresiones de los imperialismos, y tenerle más miedo al miedo que a la muerte; una generación ebria de sueños y urgida de emancipación. Protestar era el nombre del juego, la fiebre cotidiana que nos daba cuerda para cruzar ríos y cuadernos. Estábamos dispuestos a lo que fuera con tal de salvar la libertad: ya habíamos descubierto que la costumbre es una enfermedad de transmisión social.

“A nosotros los milagros se nos dan silvestres”, dice Pablus a sus 78 años. Imagino que a eso llegaron él y Tita, su compañera de la caja de pan, luego de mezclar amor y rebeldía, verdad, gratitud y poesía.

Le dije y me prometí que cuando pase esta locura viral iré a verlo. Una o dos generaciones —quizá tres— aprendimos con sus canciones a inventar primaveras y a no quedarnos callados. Un día a las seis estaré frente a su puerta; le llevaré “una flor para mascar” y le daré las gracias por haberme acompañado —sin saberlo ni abandonarme— a ser y resistir en este camino libertario, imperfecto y soñador.

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