30 de marzo 2021, El Espectador

 

Han pasado seis años. Le había escrito una carta abierta a un entrañable amigo que se estaba muriendo. Entre todos manteníamos ese tácito vínculo con el imposible, que nos permite –o nos obliga– a aferrarnos a la esperanza como único antídoto contra la tristeza irreversible. Manteníamos el anhelo incierto de la vida, hasta que esa noche del 31 de marzo del 2015 Carlos Gaviria se fue de su piel, y se quedó para siempre en la conciencia crítica, en el corazón de la democracia, en el dolor crónico de Colombia.

Era el jurista más lúcido que tenía Colombia. El magistrado de las polémicas sentencias sobre los extremos de la vida, las diferentes formas de amar y hacer familia, la necesidad de tomar decisiones autónomas; defendió los derechos humanos y la ineludible relación entre responsabilidad y libre albedrío.

Gaviria era de esos Maestros que Colombia necesitará siempre: para desarmar los espíritus y armar de argumentos la razón; para explicar el por qué de las cosas, no tolerar autoritarismos y combatir con lógica lo dogmático, y con dulzura la soledad. Para darle oxígeno a la cultura de los individuos y de los pueblos, y aprender a valorar el disenso como herramienta para crecer en lo plural, en lo complejo y en lo humano.

¡Cuántas horas de clase me dio sin haber estado matriculada en sus cátedras! Y es que todo en él era una lección: una lección de vida, de amor por la democracia, por los valores irrenunciables, por la decencia bien entendida. Él quería hacer “un país sin miedo”, un país sin ciudadanos de primera y quinta categoría, un país donde pensar distinto no se pagara con la vida y la violencia no fuera el pan nuestro de cada día. Un país en el que las balas perdidas no se encontraran en los cuerpos de los niños, y fueran posibles los sueños y los juegos, sin órdenes verticales ni cronómetros inapelables.

Hizo lo que pudo por darle dignidad a la justicia, por inculcarnos el respeto a la diferencia y el valor de la palabra. Por donde él pasaba el aire se convertía en aula y la mesa más sencilla se volvía libro, cuaderno y tablero.

Gaviria es de esas luces que no han debido apagarse nunca y hoy, seis años después de su viaje al infinito, aun no he encontrado qué hacer con todas las preguntas que he necesitado hacerle. Él, que siempre quiso salvarnos de la mediocridad, de la ignorancia disfrazada de autoridad y la vanidad de los insulsos, ¿qué pensaría de este gobierno que ni siquiera puede llamarse decadente porque nunca estuvo arriba? ¿Qué sentiría al ver las farsas envueltas en banda presidencial y los atentados contra la democracia, orquestados en el desvencijado cónclave del poder?

Gaviria se fue sin ver culminados los diálogos de la Habana. ¡Cómo quiso que alcanzáramos una paz total y concertada! Y sí, Maestro, el Acuerdo se firmó gracias a hombres y mujeres valientes, persistentes y desafiantes, que lo hicieron posible. Pero ¿sabe? a los pendencieros la paz les produce más miedo que la guerra, y la han bombardeado como si la reconciliación –y no la violencia– fuera el enemigo.

Mientras escribo me acompañan como venidas de otro cielo, las notas de “Yesterday” …no es coincidencia: es que usted, eterno amigo, siempre será para mí la más cercana y palpable expresión de la nostalgia.