Por Marcelo Castillo Duvauchelle*

Sobre la tierra ha caído un asteroide llamado Covid-19, se remecen las conciencias, surgen preguntas sobre qué sociedad hemos construido, se alzan voces de expertos explicando el fenómeno desde la medicina, la ciencia, desde las estadísticas.

Por otra parte estamos nosotros, los no-expertos, primero agradeciendo que seguimos vivos y segundo, sacando lecciones de este asteroide, accediendo (o al menos intentándolo), a nuevas comprensiones, por ejemplo de cuán divididos hemos estado y algunos soñando con una sociedad más justa, menos desigual, menos contaminada, más preparada para las crisis. Tal vez nunca ha dejado de estar en nuestro mundo interior, el deseo subyacente de unirnos, de encontrarnos en una suerte de fraternidad humana universal.

Quizás para algunos se hizo evidente que no importa en qué continente se vive, el apellido o el status social, los asteroides no hacen distinción, finalmente habitamos todos un mismo planeta.

Entre los seres vivos, somos seres humanos amontonados en la urbe, pero insuficientemente conectados. Independiente al lugar de nacimiento, estamos sometidos a la misma incivilización donde unos pocos concentran el poder y dominan la economía, la religiosidad, la información, la educación, incluso la matriz de la subjetividad, hablo de esos pocos (con nombre y apellido) que le dan dirección y estructura a la sociedad, en función de intereses que no son de la mayoría.

Esta pandemia nos recuerda además que la Declaración de Derechos Humanos de la ONU (1948), es letra muerta sin esa fraternidad mencionada, sin un esfuerzo genuino de hacer conectividad con lo realmente humano, mirando por sobre todo lo que se interpone o lo que exalta diferencias entre el otro y yo. Es letra muerta si no somos capaces de conectarnos con la fibra auténtica de fraternidad. No quiero romantizar este concepto, pues la fraternidad no es ningún ascetismo, digo que es la conexión que nos permite interactuar desde aquello que nos une: lo humano, Somos habitantes de la Tierra, dependientes del sol y la luna, de los demás seres vivos, del agua, del árbol fiel que adorna la ventana, son algunas de las razones que hacen poco entendible el nivel de desconexión al que nos han llevado.

Conectividad con otra manera de estar en el mundo
Es mi deseo que este asteroide Covid-19, que nos recordó lo distante que estamos de la cumbre civilizatoria, nos sirva para reflexionar y de verdad plantearnos un nuevo existir en la sociedad, en humilde encuentro con nuestras luces y sombras, en armonía con la naturaleza y las demás especies vivas. Hoy conocemos mucho más que antes sobre el universo y sus leyes, pues bien, aprendamos de los astros, las estrellas, de toda esa fraternidad cósmica que vemos en el nocturno cielo. Dejemos de ser rehenes de lo superfluo, con tendencia individualista, y hagamos conectividad desde el convivir fraterno. Menos tiranía del yo posesivo, más democracia del nosotros fraterno.

El planeta sabe que hemos vivido miles de años en comunidad sin computadores, sin Internet, sin la dependencia de la conectividad tecnológica para nuestras computarizadas vidas. Si el planeta hablara, quizás nos pediría una sola cosa: Conéctense consigo mismo, donde está la esencia de la existencia.

Que en el centro no esté el dinero, ni la información de la mañana en la pantalla, ni los valores superfluos. Que en el centro esté el ser humano, cubriendo la tierra con los colores de la fraternidad. En el centro la imagen de un ser humano desnudo que se conecta con la fraternidad, pero no la retórica, esa que es sistemáticamente ultrajada, sino aquella que mueve manos y expande corazones, porque la verdadera fraternidad nos conecta con una nueva energía.

El asteroide, dentro de todo lo malo, en una de esas, llegó para remover ese mundo naturalizado de dominadores y dominados, donde no se veía la posibilidad de hacer conectividad, o más bien, ésta se ocultaba. Mirando hacia adelante, si vamos a hacer conectividad … ¿Con qué?

 

*Profesor, Movimiento por la Refundación Gremial y Pedagógica