Una noche más siento en mi interior una rabia llena de pasión que me lleva a seguir cada uno de mis pasos. Recordar mi cara de niño asustado que creía que en de cada tierra había un sol diferente. El sol del Sahara Occidental siempre me pareció radiante y seco, el sol de Cuba húmedo como las hojas de los helechos que acompañan el río y el sol del País Vasco inclinado al sur cubierto de un bosque frío de hayas y robles.

En la luz del sol encontré la mirada de Sultana Jaya, encontré una voz que nacía de un rayo ardiente y seco, la voz irreductible de una mujer saharaui. Ella reclama la libertad que yo perdí cuando me condenaron al exilio, entonces dejé la tumba de mis bisabuelos en Taurta, cuando iba a rezar y me llevaba un puñado de arena impregnado del espíritu milenario de los difuntos.

Hablan estos días de la arena del Sahara, su capacidad de atravesar el mediterráneo y alcanzar Europa. Cuentan que los marroquíes rociaron con un líquido inflamable el ojo protésico de Sultana Jaya, lo dejaron oscuro y lleno de lágrimas. Pretenden acaso aniquilarla, destruir su casa por apoyar la República Saharaui, por levantar una bandera que simboliza cuarenta y cinco años de exilio.

Hablan del 8 de marzo el día internacional de la mujer y me pregunto, ¿dónde está el derecho de Sultana y de todas las mujeres? En fin, una rabia llena de pasión, me lleva a recordar a aquel marroquí que encontramos en 1995 en el aeropuerto de Barajas cuando nos dirigíamos a Tinduf provenientes de la Habana. Él nos invitó a ir a Marruecos a acogernos a las leyes de su país y a la clemencia de su rey. Lo que él no sabía es que los saharauis nunca hemos tenido rey, nuestro Gobierno es un consejo de notables que nunca se ha sometido a las leyes de un Reino. Somos un República humana, nacida del interior del desierto que busca el derecho a la autodeterminación, el derecho a la existencia en busca de las rutas que marcan las nubes en el cielo.

En aquella piedra vi esculpido un nombre, el nombre de una niña que murió horas después de aquella carga mortífera caída del cielo. Ella gritó una y otra vez en esa noche oscura en el interior del campamento de Um Draiga, los hombres la llevaban envuelta en un sudario blanco y las mujeres lloraban en el interior de la jaima.

Como no puedo eludir mis pasos y mis recuerdos, quiero recordar que Sultana Jaya se mantiene bajo arresto domiciliario en la ciudad de Bojador dentro de su casa. Su hermana y su madre luchan contra un ejército de policías y militares, su delito es levantar una bandera y festejar la proclamación de la República Saharaui.

Ninguna fuerza puede aplastar la voluntad de una mujer. Sultana perdió el miedo a cada golpe, a cada insulto y hoy llora desde ese otro ojo que le arrancaron. Los golpes se suceden, las mujeres luchan contra la violencia y buscan en Indira Gandi, en Benazir Bhutto o en Angela Merkel esa huella perenne que se llama libertad.

No puedo deshacerme de mis recuerdos y no recordar otra niña que nació en medio de otro bombardeo. Sobrevivió con parte de su brazo amputado, hoy es una mujer que pasea libre en medio del exilio, condenada a no ver su tierra. Se llama Zueinana y es saharaui.

Volviendo a mi exilio he de recordar las palabras de mi abuela Mamia, ella quería volver al extremo sur del Sahara Occidental donde pastaban los dromedarios en aquella pradera de ascaf y las niñas corrían entre las jaimas en busca de nuevas palabras. Es en ese deseo de libertad donde encuentro consuelo y busco deshacer el muro del miedo que viven las saharauis en el Sahara Occidental.

 

Un corazón palpita

en una noche fría

la palabra de una mujer

los susurros de una niña

la sonrisa del viento

el miedo a un golpe

la infamia del maltrato

en cada acto

en cada grito.

Es la libertad

el desafío a una fortaleza

el deseo sagrado

cuando nace en el camino

para romper el llanto

con una mirada

con una lágrima.