RELATO y POEMA

 

 

 

 

 

Me levanté aquella mañana, el cielo estaba despejado en todo el campamento. Mi madre había preparado toda la ropa y la había guardado en el interior de una pequeña mochila. Yo observaba a mi abuelo en el pequeño recinto de piedras, tenía las manos abiertas y oraba en silencio. Era mi último día en el pequeño campamento de Tichla, miraba las dunas y el único árbol que le daba sombra al pozo donde mi familia iba todas las mañanas a buscar agua.

Me senté en el interior del camión junto con otros niños, íbamos a la única escuela primaria que estaba a muchos kilómetros. Mi madre abría sus manos con un gesto de despedida permanente, yo lloraba por mi familia, no quería separarme. Estaba acostumbrado a encender la radio portátil de mi abuelo y traerle la linterna por la noche. Escuchaba las noticias y los partes de guerra que se repetían siempre.

A mi lado estaba sentada una niña que conocía el nombre de mi madre y siempre me decía «tú mamá tiene las sandalias amarillas», mientras el maestro nos mandaba a callar en el interior de aquel camión que iba por una tierra de color oscuro y rojizo que llamaban la Tierra de la Luna.

No sabíamos cuÁndo iba a ser el próximo reencuentro con nuestras familias. Una situación de estado de alarma e incertidumbre sentíamos cada vez que nos íbamos alejando del campamento.

Después de varias horas de viaje por una pista de arena y un sol radiante, llegamos a aquel internado de paredes blancas, rodeado de una línea de tierra elevada que servía de obstáculo y refugio. Yo llevaba la mochila colgada, una botella de plástico llena de agua y cubierta de una tela húmeda. Con la ayuda del maestro fuimos bajando. A mí me dolía la cabeza del vaivén que sentimos en el camión durante el trayecto.

Empecé a beber el agua de la botella, la niña que conocía a mi madre me miraba de forma permanente, quería quizás pedirme agua o preguntarme algo. El maestro la había colocado en otro lugar.

De repente recordé mi madre en la jaima con mi hermana, cierta tristeza invadió mi cuerpo. Miré al sur por si aparecía el campamento ante mis ojos. Solo vi unas colinas blancas en cuyas laderas se había acumulado la arena que transportaba el viento.

El maestro nos empezó a llamar por nuestros nombres. Cuando oí el mío, levanté la mano. El maestro me dijo entonces «tú eres del grupo 5A». Me coloqué junto con otros niños que no conocía, seguí mirando hacia el sur recordando el interior de la jaima de mi abuelo. Quería buscar la linterna, encenderla y traer la radio portátil. Volver a escuchar el parte de guerra, los poemas épicos y la música del Sahara.

Recordé entonces a mi padre cuando llegaba después de tres meses de ausencia y bajaba de aquel camión. Mi madre nos daba un poco de azúcar para endulzar ese momento. Yo salía a su encuentro y mi hermana descalza corría sobre la arena. Nuestro padre nos abrazaba y nos regalaba pequeñas piedras que tenían forma de animales. Con eso jugábamos.

Cuando observe de nuevo el camión, el maestro había terminado con los nombres de la lista. Entramos al comedor del internado. Cada uno cogió un trozo de pan con queso, empezó a preguntar por sus padres y a mirar hacia las colinas blancas del sur.

Aquel internado fue mi primera escuela en el exilio, allí empecé a escribir las imágenes del Sahara desde cada duna que se formaba en aquella inmensidad.

 

Detrás de las colinas del sur

se esconden las jaimas

la voz de la mañana

una mano abierta

las lágrimas de una madre

un árbol solitario

la mirada de un niño

que busca en el cielo

la música del abuelo

las piedras que brillan de noche

sobre cada grano de arena

en el interior de cada estrella.