19 de enero 2021. El Espectador

 

Si nos vuelven a derrotar, podremos decir de todo, menos que no estábamos advertidos. Llevamos años ampliamente notificados por los movimientos que pretenden tragarse entero al medio ambiente, acabar con los liderazgos sociales y desaparecer a los hombres y mujeres que pactaron nunca más volver a la guerra. Estamos rodeados por las presiones de la fuerza bruta (por algo se llama así) y por autoritarismos tan ingrávidos y dañinos como el icopor. De ambos cercos podemos y debemos salir.

Si nuestra situación sociopolítica fuera una enfermedad, tendríamos todos los signos y síntomas propios de una democracia en peligro. Y no hablo de la desgracia de una bota militar instaurada a sangre y fuego. Me refiero a esa dictadura elegida (por raro que suene el término); esa que llega al poder en hombros de los votantes, entre aplausos y pretextos, engañados y engañantes, asustados por mentiras lanzadas al aire como plumas tóxicas, de esas que una vez disparadas nadie puede recoger.

A punta del cartapacio de embustes que hábilmente maneja la derecha, ya nos han entronizado presidentes, organismos de control maniatados o endogámicos, senadores de bolsillo expertos en jugaditas rastreras y en leyes hechas a espaldas del pueblo y de cara al poder.

El partido de gobierno ha sido una pesadilla para la paz, para la reforma rural, la construcción de confianza y los derechos de los más vulnerables. Pero es preciso reconocer que tienen una ventaja: tienen jefe y le hacen caso. Nada insalvable, si nos comprometemos en serio en una alianza dispuesta a botar a la caneca los egoísmos, superar el fuego amigo y llegar unidos hasta el final; un pacto, coalición o como decidan llamarlo, en el que trabajemos por la equidad social y la construcción de una ciudadanía solidaria. Saquemos adelante un programa que construya desarrollo social; que cumpla -de verdad- el Acuerdo de Paz, y no burle el juramento que obliga a proteger la vida de todas las personas. Una alianza que le ponga punto final a las masacres, a los feminicidios y al maltrato infantil. Un compromiso irrompible para que la muerte violenta no sea el veneno de cada día, ni el silenciador autorizado por la fuerza de la costumbre. Un eje que distinga entre lealtad e interés y reconozca en lo internacional quiénes son aliados y quiénes manipuladores de turno. Un pacto por la dignidad y por la condición humana, que sepa y sienta que la pobreza no es una planta exótica que crece en Burundi, sino una emergencia in situ, que produce y reproduce el hambre a la vuelta de la esquina. Un frente unido por la paz y por la vida, que ni fomente ni permita más chorros de babas y de balas, y reconozca lo que significa haber cambiado la imagen de 13.000 guerrilleros aceitando fusiles, por la esperanza de 13.000 firmantes de paz empeñados en construir un nuevo país.

Ni la paz ni el pueblo de Colombia podrían sobrevivir a otros cuatro años de uribismo, así lo cubran con piel de oveja. Así que la hora de la unión es ya.

Punto no aparte. Si aun no lo han hecho, les sugiero leer “La sombra del presidente”, de León Valencia. Cada uno decidirá según lo que ha vivido, conocido y padecido en estos 50 años qué tanto es historia y qué tanto es novela. Éste es un libro esencialmente oportuno, en el que palpar en cada página esta mezcla horrible de política, poder, corrupción y violencia, refuerza la necesidad de abrir los ojos, y la urgencia de ejercer una democracia basada en la paz, la integridad y la verdad.

El artículo original se puede leer aquí