La degeneración de la república estadounidense viene de lejos y tiene que ver con su acción imperial. Nadie como Donald Trump, una caricatura de Calígula del Siglo XXI, la ha retratado.

por Rafael Poch para CTXT.es

El torpe intento de Donald Trump por revertir los resultados electorales en Estados Unidos es, objetivamente, una fechoría menor al lado de las que su acción exterior tiene en su haber a lo largo de su nefasto mandato presidencial.

Comparado con su retirada de los acuerdos fundamentales sobre control de armamento nuclear, su ruptura de los compromisos internacionales en materia de calentamiento global, su veto a las iniciativas para poner fin a las masacres en Yemen, su responsabilidad en la mortandad ocasionada en Venezuela por sus sanciones y bloqueos, su retirada del acuerdo nuclear con Irán y el asesinato de su principal líder militar, que coloca a toda la región ante una tensión extrema; comparado con sus iniciativas para seguir recompensando a Israel por su pisoteo del derecho internacional hacia Palestina y su  ocupación, su escalada militar con China y Rusia que encierran el peligro de un conflicto mundial, es decir, comparado con todo aquello que ha hecho de Trump un presidente aun más criminal e irresponsable en su acción exterior que la criminal media que va con el cargo de Presidente de Estados Unidos por lo menos desde la Segunda Guerra Mundial, su chapucera pataleta del asalto al Congreso, con todas las ambiguas complicidades institucionales que la rodean, es un asunto de calibre menor.

Sin embargo para el complejo mediático ha sido este pintoresco incidente, y no todo lo anterior, lo que ha aportado la prueba de la dolencia.

La violencia en el Capitolio muestra que Estados Unidos padece una enfermedad grave. Entre el público votante, el 21% piensa que las elecciones fueron amañadas y existe el temor de que incidentes similares puedan ocurrir en cualquier momento”, señalaba el viernes el editorial del diario surcoreano Hankyoreh.

En realidad el proceso de degeneración de la democracia americana, lo que Chalmers  Johnson definió como la emergencia de la presidencia imperial y la atrofia de los poderes legislativo y judicial, es un proceso que tiene profundas raíces en el complejo militar-industrial de posguerra y “en el modo en el que  amplios sectores de la población aceptaron al ejército como institución pública más efectiva así como toda una serie de aberraciones de nuestro sistema electoral”.

Desde 1941, Estados Unidos ha estado permanentemente implicado y movilizado en la guerra. Así ha sido como la República realizó la profecía formulada en abril de 1795 por  James Madison, uno de sus padres fundadores:

De todos los enemigos de la verdadera libertad, la guerra es quizás el más temido, porque compromete y desarrolla el germen de todos los demás. La guerra es el padre de los ejércitos; de éstos proceden deudas e impuestos, y los ejércitos, las deudas y los impuestos son los instrumentos conocidos para poner a la mayoría bajo el dominio de unos pocos. También en la guerra se amplía el poder discrecional del Ejecutivo; se multiplica su influencia en el reparto de cargos, honores y emolumentos. Todos los medios para seducir las mentes, se suman a los de dominar la fuerza del pueblo. El mismo aspecto maligno del republicanismo se puede rastrear en la desigualdad de fortunas y las oportunidades de fraude que surgen de un estado de guerra y en la degeneración de los modales y de la moral, engendrados en ambos. Ninguna nación puede preservar su libertad en medio de una guerra continua. La guerra es, de hecho, la verdadera incubadora del engordamiento del ejecutivo. En la guerra debe crearse una fuerza física y es la voluntad ejecutiva quien la va a dirigir. En la guerra, los tesoros públicos deben abrirse y es la mano ejecutiva quien los distribuye. En la guerra se multiplican los honores y emolumentos del cargo que se enroscan alrededor del ejecutivo. Las pasiones más fuertes y las debilidades más peligrosas del espíritu humano; la ambición, la avaricia, la vanidad, el amor honorable o venal a la fama, están todos en conspiración contra el deseo y deber de la paz.

Más de medio siglo de devoción a la guerra hicieron que los estadounidenses abandonaran sus controles republicanos sobre las actividades de sus mandatarios y elevaron al ejército a una posición que en la práctica está por encima de la ley, constataba Johnson hace una década. Esa evolución degenerativa explica, por ejemplo, que el fraude al Congreso que significaron las mentiras que justificaron la guerra de Irak quedaran completamente impunes y que a nadie se le ocurriera pedir responsabilidades por ellas.

Con la personalidad sociópata de Donald Trump en la Casa Blanca, esta gangrena degenerativa adquirió tal crudo nivel de evidencia, que los habituales decorados, disimulos y coartadas propagandísticas del Imperio apenas ocultaban ya sus vergüenzas. Por eso Trump ha dividido al establishment estadounidense, además de a la población, y no por casualidad este Presidente Calígula se granjeó la enemistad del aparato de propaganda liberal: por su burda caricaturización de la criminal y brutal naturaleza del sistema al que ese aparato da brillo y esplendor.

Contemplado desde la perspectiva de los golpes, “revoluciones” y operaciones de cambio de régimen que Estados Unidos propicia y celebra en el mundo, desde Venezuela, hasta Hong Kong, pasando por Ucrania y Bolivia, por citar algunos de los más recientes, el “golpe” de Washington, con cuatro muertos y una irrupción de vándalos parecidos a hinchas de fútbol en el “templo de la democracia”, ha sido un espectáculo de opereta. Puede que no haya sido así para muchos ciudadanos de Estados Unidos que aun creen que su degenerada república imperial es una democracia, pero desde luego sí a ojos de la mayoría del mundo que sufre el poder imperial de Washington.

(P.S. El escándalo liberal ante el espectáculo de Washington contrasta mucho con la indiferencia con que se ha acogido la sentencia del tribunal británico contra Julian Assange, un enemigo del Imperio y el disidente occidental más significativo de nuestro tiempo junto con Edward Snowden. La sentencia que ha denegado, de momento, la extradición de Assange a Estados Unidos, no ha objetado el asunto de fondo: está plenamente de acuerdo en que el culpable no es el criminal sino quien denuncia y expone sus crímenes. Caracterizando a Assange como frágil mental, la jueza Baraitser ha convertido en desequilibrio síquico un caso de persecución política y disidencia, honrando una tradición bien conocida en la URSS de los años setenta. El objetado riesgo de suicidio ha servido para no extraditar -quizá de acuerdo con la administración de Biden-, pero no para una puesta en libertad, lo que equivale a una continuación de la persecución y castigo del enemigo público que en el mejor de los casos permanecerá tres meses más en la prisión de alta seguridad en abierto insulto almas elemental sentido de la decencia.)

(Publicado en Ctxt)

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