24 de noviembre. El espectador

 

Después de leer y oír a David Rieff es inevitable quedar con el corazón y la conciencia en vilo. Historiador, pensador, cronista de guerra y testigo directo del devastador efecto de la violencia y los círculos concéntricos de las heridas y el rencor, Rieff se pregunta -nos pregunta- si realmente es ético seguir insistiendo en la necesidad de reconstruir una memoria colectiva o si, por el contrario, esa adicción al pasado nos impide cicatrizar y levar anclas rumbo a la paz.

Hemos dicho cien veces que no podemos olvidar; que olvidar a las víctimas sería como matarlas dos veces y que la sangre derramada tiene que seguir doliendo. Pero una cosa es el dolor, el reconocimiento, y otra persistir en un recuerdo colectivo desgarrador que, en vez de sanar, genere más ciclos de tragedia.

Rieff vivió en Irlanda y fue reportero de guerra en Bosnia. Ha visto a los niños rotos por los bombardeos. En medio del humo repasaba las palabras de Wislawa Szymborska, escritora polaca defensora del “imperativo moral del olvido”. Los recuerdos de la poeta sobreviviente a los nazis eran desoladores. Sin embargo, Szymborska escribió con un heterodoxo humanismo, que la vida tiene que seguir. Ella y Rieff sienten que “todo debe llegar a su fin, incluso las penas del duelo y, con ellas, la memoria de las heridas”.

Después de superado el conflicto, el rencor y la exigencia de justicia a ultranza impiden rescatarnos en clave de paz. Debemos preguntarnos qué tanto se parecen los recuerdos a la historia, y si las memorias inducidas por intereses tantas veces parcializados y perversos, no son parte del freno para reconstruirnos en el perdón, o al menos, en la convivencia.

Hoy, a cuatro años de la firma del Acuerdo del Teatro Colón, invito a leer “Elogio del olvido”, un libro polémico, desafiante y rompedor de paradigmas, magistralmente escrito por David Rieff con su alma en la mano, como solo pueden hacerlo quienes han vivido tan de cerca la oscuridad de la muerte. Página 113: “Para muchos de nosotros (…) testigos presenciales del horror de las guerras de los Balcanes, casi cualquier paz, no importa lo injusta que fuera, era infinitamente preferible a lo que parecía el incesante castigo de la muerte, el sufrimiento y la humillación”. Hace unas semanas Rieff dijo en un panel que si fuera preciso escoger entre la justicia y la paz, eligiría la paz, porque no quiere ver morir más niños en la guerra.

Hace 4 años, cuando Colombia firmaba el Acuerdo, una cadena de televisión atiborraba sus noticieros con videos de actos atroces cometidos por las FARC durante sus años armados. Los detractores del Acuerdo creían que si reteñían la pesadilla, no humanizaríamos a los exguerrilleros. Humanizarlos era el primer paso a la empatía, y con ella, a la reconciliación. Y la reconciliación asusta a los caudillos de la violencia, tan aferrados a la ley del Talión, es decir, a la consagración de la ignorancia.

Hace cuatro años cambiamos el “Se busca” por “Nos encontramos”, y nada nos hará perder ese triunfo de la esperanza.

Hoy, con 242 firmantes de paz asesinados, la JEP en alerta roja y el Acuerdo sometido a incumplimientos y portazos, reafirmamos que no vamos a descansar hasta alcanzar la paz. Si no somos capaces de lograr un mañana mejor que el ayer, habremos vivido en vano.

Punto aparte. Felicito de corazón a Jorge Cardona por su premio Simón Bolívar a la Vida y Obra. El profe y El Espectador han consolidado la más noble simbiosis, en el ejercicio del periodismo íntegro y valiente.

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