Por Roberto Rabi*

Son las 14:00 horas del día 25 de noviembre de 2020, termino las audiencias programadas ante el quinto Juzgado de Garantía y cuando tomo mi teléfono celular silenciado y le devuelvo el tono, comienza a vibrar como desaforado. Tengo un par de llamadas perdidas y las redes sociales explotaron: ha muerto Diego Armando Maradona.

Cierro los ojos y puedo ver su maravilloso gol frente a los ingleses en los cuartos de final del mundial de México ‘86, con el delirante relato de Víctor Hugo Morales. Pienso en cuánto le entregó a mi vida y a la de todos los peloteros el Diego, el Pelusa, el Barrilete Cósmico. D10s. En qué sería del deporte rey sin haber tenido un Maradona. Me quedo petrificado, pegado a la silla.

Rodrigo, Los Piojos, Mano Negra; tengo que elegir una canción para escribir un puñado de caracteres en Twitter. Me quedo con la de Mano Negra. Leo una vez más «Me van a tener que disculpar» de Eduardo Sacheri y me sorprendo llorando. Poco a poco le voy tomando el peso a la pérdida. Supongo que muchos detractores de Maradona nos recordarán todos y cada uno de sus defectos. En especial su adicción a la cocaína. Ellos jamás tendrán una Iglesia que los venere. Una vez más surgirá la oportunidad de discutir si los talentos fundamentales de una disciplina, ciencia o arte, deben –además- ser intachables o si deberíamos conformarnos y aceptarlos como simples seres humanos llenos de defectos. Discusiones que se darán entre hombres y mujeres, todos ellos perfectos, sin mácula. Sin vicio alguno.

Recuerdo una lámina del álbum de figuritas “El Gran Concurso”, de 1978; en ella aparecía Diego con el uniforme rojo de Argentinos Juniors, mirando a quien seguramente lo llamó para sacarle una foto inesperada. Esa mirada auténtica del Diego, de cuando era no más que una enorme promesa, es mi favorita. Entonces no tenía la necesidad ni de construir un personaje, ni de enmascararlo. No nos había deslumbrado con fútbol hasta cegarnos; hasta embriagarnos de fintas y amagues. No había convertido, sin mediar más que unos instantes entre uno y otro, dos de los goles más recordados de todos los tiempos. No había explorado los vericuetos de la política apoyando a Fidel. No había sido suspendido por doping. No les había disparado a los periodistas. No había hecho el ridículo en las graderías, como simple espectador, viendo jugar a su selección consumido en los excesos que acabaron con él, a los sesenta años. Sin que un puto amigo fuera capaz de decirle, muy en serio, ¡Basta Diego, para de una buena vez! No. No paró, y ya no queda nada por hacer.

Es imposible decidir en cuál de esas imágenes está el verdadero Diego, por una razón muy simple: está en todas y cada una de ellas, en su vasta complejidad. Es problema de nosotros el querer quitar del paquete lo que no nos gusta para endiosarlo, él no lo necesita. Nos dejó un legado insustituible, sin que podamos soñar siquiera que haya otro como él. Solo nos queda como consuelo -un inconmensurable consuelo- su magia, esa que llenó y llenará de gol las pupilas de generaciones.

Esa magia que no morirá jamás.

 

*escritor y abogado chileno. Autor de los libros “Una forma de vida”, de Editorial CESOC