Soy admirador declarado de la Big History y me gusta cultivar la vena cosmológica. Pero no soy fan porque, como el árbol que tapa el bosque, nos puede hacer equivocar con la comprensión (interpretación dirían algunos) del momento que se vive.

La BH es, más que un film, la filmografía del Director Supremo o Gran Arquitecto (cuya existencia no reviste importancia práctica). En ella se inscriben historias menores que son el marco de nuestras vidas y responden al Zeitgeist, al espíritu de cada época.

Este momento tan particular que nos toca vivir tiene por protagonista ocasional a una pandemia disparada por un virus real, esas cuasicosas que no se ven pero se hacen notar. A su vez, puso en crisis otra pandemia planetaria que estaba en curso (quizás actuada epocalmente por el neoliberalismo), en cuya raíz tiene una suerte de virus que actúa a modo de chip para la configuración de nuestra visión del mundo.

El coronavirus tuvo la virtud de igualarnos en tanto que portadores de cuerpos (¿o son los cuerpos los que nos portan? para el caso, es igual), al poner de manifiesto que no es lo mismo un cuerpo de piel blanca que negra, marrón o amarilla, aunque a los médicos no les sirven de mucho estas observaciones sociológicas, más útiles a los epidemiólogos por su carácter político (si se entiende la política como una técnica para construir sociedades).

En esa igualación despiadada que no consideró fronteras de ningún tipo, hay una enorme cantidad de “ilesos”, individuos por los que el virus pasó y no hizo más que dejarles anticuerpos, porque no se enteraron. Y no son pocos. Puede ser que algunos de estos afortunados se encuentren entre los que proclaman que el virus “es un cuento” para favorecer la dominación del gobierno de turno. Pero resulta que proliferó bajo gobiernos de todo signo, por lo que esa creencia ingenua es una notable muestra de ignorancia política porque si así fuera, tendría que servir a unos y no a otros.

Esa igualación en el poder ofensivo del virus puso de resalto los distintos niveles de defensas, coincidentes con los colores de piel (por así llamar los niveles sociales) que además incluyen diferencias culturales. La “negritud” que genéricamente sirve para distinguir pieles sociales (en mi país, por caso, no todos los “negros” lo son) incluye todo tipo de discriminados culturales, sobre todo aquéllos cuyas prácticas de vida (culturas) debilitan los sistemas inmunológicos. La igualdad agresiva del virus puso de resalto la desigualdad patológica de las culturas actuales.

Volviendo al chip que adivino actuando detrás de esa configuración social que es  la cosmovisión que ordenó las sociedades hasta ahora. Este planeta está regido por el Estado de Derecho, más por una moda sociopolítica que por una vocación actual asentada en una creencia creída entrañablemente. Entonces, hay que destacar que ante este ataque biológico brilló por su ausencia en los reflejos de quienes lo encarnan. Si bien la respuesta generalizada de muchos gobiernos fue apuntar a proveer de recursos mínimos a toda la población, no advirtieron la desigualdad que se producía entre los que continuaron su actividad y los que nos vimos impedidos de hacerlo.

No he leído comentario alguno sobre que los gobiernos deberían haber suspendido los efectos inmediatos de las relaciones jurídico-económicas, léase contratos en ejecución, libertad de precios, etc, para mantener la igualdad entre los que pagamos y los que cobran (o, más bien, colectan) que en estos días han acrecentado notablemente sus fortunas. El Estado de Derecho tiene previstos claramente los efectos de la fuerza mayor y el hecho del príncipe (aquí se conjugan) como para paralizar las consecuencias y evitar que los pulpos económicos aprovechen para convertir la desventaja de la mayoría en ventaja propia. Sí se previeron parches, pero se podría haber dictado una norma que sirviera de rasero en lugar de correr detrás de los acontecimientos para tapar los agujeros.

Eso pone de resalto que no hubo un “reflejo jurídico” que responda a una concepción global del juego socio-político. Los intereses particulares no se frenaron frente a la pandemia y pasaron por encima de los intereses colectivos.

Esto surge de una creencia básica, a mi modo de ver, sintetizada en la fórmula que jocosamente atribuía al comunismo un bibliotecario de mi colegio: “lo tuyo es mío y lo mío, también”. Es el credo neoliberal básico: la propiedad privada no es una concepción de resguardo de los límites patrimoniales del individuo sino de ataque para expandirlos o, parafraseando a Castoriadis, la racionalidad capitalista es que el capital sólo quiere más capital.

A lo largo del planeta, también se ha puesto de manifiesto la violencia doméstica, los femicidios no paran y lo que es tan grave como esto, los teléfonos para asistencia en casos de violencia contra los niños se han silenciado. Esto significa que las llamadas que podían hacerse desde afuera de la casa quedan obstruídas porque las víctimas han quedado encerradas con sus victimarios.

Podría seguir relevando señales para abonar una hipótesis que es, obviamente, ideológica y a priori: el chip que mencionaba es una creencia básica que estructura nuestra conducta vigente. Esa creencia básica se sintetiza en la imagen de que todo otro me sirve. Soy el centro del universo y el resto de los seres que me acompañan, humanos y cosas, están para servir a mis propósitos. Los hay más egoístas y más altruistas, pero pese a la bondad que en proceso implica el altruismo, mientras yo me anteponga, o sea, mientras haga primar mis intereses y convierta a los demás en instrumento de mis intenciones, ejerzo violencia. Y la violencia es la manifestación básica del chip deshumanizador.

Este momento tiene características de bisagra. La hecatombe económica, la ecológica que preexistía y la diseminación acelerada de los movimientos de rebelión ante la discriminación y la violencia institucional, hacen parecer que, pandemia o no pandemia, nos encaminamos a un cambio de etapa.

Acercarnos al abismo, claro, provoca la necesidad de llenar el vacío. No es el primer momento histórico que me toca vivir en que la alucinación del cambio lo presenta como a la mano. En los setenta, buena parte de mi generación creyó que la Revolución “ya estaba allí”. Huelga comentar lo sucedido en aquellos “años de plomo”. Con el cambio de siglo y la crisis económica, la clase media salió a la calle en mi país porque le tocaron el bolsillo. Las asambleas barriales fueron interpretadas desde la izquierda como aquellas otras que se produjeron en la Rusia de 1917 en los primeros meses de la Revolución de Octubre y algunos alucinados estudiosos querían ir al asalto de la Casa de Gobierno trazando un paralelo con la toma del Palacio de Invierno. Bastante acertado porque los cuatro policías que estarían destacados allí tendrían el mismo poder de fuego que los pobres cadetes rusos a los que les tocó defender un edificio vacío. Los años de masacres que siguieron parece que no contaban en el imaginario que comento. Sobre todo, no se advertía que al Zar lo sucedió Stalin; a Batista, Fidel; a Somoza, Ortega. Sí, ya sé que no fueron lo mismo los regímenes socialistas que las tiranías que tumbaron pero, en proceso ¿cuán radicales fueron esos cambios? Celebro que se hayan producido pero ¿a qué costo? Sobre todo si se toma en cuenta que en Rusia no echaron al Zar sino a la Duma, a un proceso de reformas que se estaba produciendo y no conformaba a los iluminados. Pero, repito, el tema es ¿a qué costo? ¿Qué valor se dio a la vida humana? Pienso en Pol Pot (¿se acuerdan de Camboya?) y se me ponen los pelos de punta, igual que con Adolfo y Pinochet.

En una lista de correo asamblearia que participé entonces, se dio la discusión y un pibe me dio la clave de la urgencia revolucionaria. Él quería la revolución ya, porque tenía una hija de 3 años y quería dedicarse a disfrutarla en lugar de tener que hacer la revolución. Ya sé que una golondrina no hace verano, obvio. Pero es una alegoría perfecta de cómo los intereses personales motorizan nuestra conducta y fundan nuestras creencias.

Ríos de tinta hemos escrito sobre el suspenso que la cuarentena impuso a nuestras conciencias y sobre todo, lo que el vacío cotidiano hizo a nuestros hábitos. En mucho y para la enorme mayoría, ha sido lo que la conciencia siempre hace: infiere más de lo que percibe. Y cuanto más reducida la percepción y más duradera esa reducción, sucede que el impulso motor de la conciencia (que no podemos detener porque es la misma Vida) proyecta. Así que, ojo con lo que se imagina en base a los pocos datos que podemos colectar en este momento peculiar de la historia desde nuestra limitadísima posición de observadores participantes.

Alexander Panov y Akop Nazaretian, entre otros (son los que leí) nos dicen que en estos años nos encontramos en un período en que las crisis dejaron de ser cíclicas porque se aceleraron tanto los ciclos que ya es una crisis continua que ha de tener un desenlace hacia el 2027 (dan un rango de fechas que ya está en curso). Ha de acontecer una singularidad, concepto cosmológico que califica tanto al Big Bang como a un agujero negro (que quizás sean dos caras de la misma moneda) y otros momentos únicos, aparentemente irrepetibles. Parece ser un momento de conversión global de un proceso, por decirlo así. Lo que se daba, se transforma radicalmente. Por tanto, si bien anuncian una nueva era “mental”, sólo Dios sabrá qué va a pasar y cómo será.

Hay quienes lo ven como un hecho revolucionario que se puede acelerar o condicionar en un sentido determinado, sin advertir que la Big History  transita por una escala de tiempo tal que, si las predicciones son correctas, a la singularidad la tenemos encima y lo único que podemos atinar es a respirar hondo y zambullirnos contra la parte baja de la ola para evitar que nos revuelque. Con la enorme desventaja de que en este caso somos la ola.

La imagen de esa supuesta singularidad, por muy avalada que esté por las santas matemáticas y la catarata de datos cosmológicos (en los que creo a pies juntillas y no cuestiono en absoluto), corre el riesgo de convertir la Big History  en una big story, en un cuento de hadas que nos puede tapar el árbol, como dije. Sí, ya sé que es el árbol el que tapa al bosque, pero en este caso son los árboles, cada árbol, lo que importa, porque a través de cada uno pasa el proceso histórico.

Porque la escala cosmológica arranca con el Big Bang y allí está el punto de partida de la Vida como la conocemos y lo humano no es más que la expresión más bla, bla, bla. Las boniteces que se han dicho sobre nuestra especie no pueden seguir ocultando las barbaridades de nuestra vida cotidiana, como lo han hecho desde los albores de una Razón puesta al servicio de los explotadores.

El proceso de la Vida pasa por lo humano y lo humano crece y se multiplica, o se marchita en cada une. De modo que sintonizar con la Big History es hoy, quizás más que nunca, sintonizar con uno mismo.

Agrego un ejemplo contrario: la opinión unánime es que el planeta se está incendiando como consecuencia del cambio climático, tal, la Big Story. Quienes hablan de un cambio de inclinación producido en el eje del planeta como causa probable de ese cambio, son mirados con desconfianza o reprobación por los ecologistas fanáticos. Aparentemente, no tendríamos datos de la Big History sobre el punto. Pero ahí está el viejo Platón, que en su Timeo dice: “… tuvieron y tendrán lugar muchas destrucciones de hombres, las más grandes por fuego y agua, pero también otras menores provocadas por otras innumerables causas. Tomemos un ejemplo, lo que se cuenta entre vosotros de que una vez Faetón, el hijo el Sol montó en el carro de su padre y, por no ser capaz de marchar por el sendero paterno, quemó lo que estaba sobre la tierra y murió alcanzado por un rayo. La historia, aunque relatada como una leyenda, se refiere, en realidad, a una desviación de los cuerpos que en el cielo giran alrededor de la tierra y a la destrucción, a grandes intervalos, de lo que cubre la superficie terrestre por un gran fuego.”

Los fanáticos de la prevención del cambio climático verán en esto que digo una excusa para seguir contaminando cuando, en realidad, es al revés: no sólo hay que parar de contaminar la atmósfera sino que hay que ver cómo zafamos si es eso lo que se viene. El cambio climático no es más que un cuco para reforzar con el temor la rectificación de conductas contaminantes que son perjudiciales, provoquen o no cambios en el clima.

Los incendios en Australia y EEUU se parecen mucho a ese “gran fuego”, y son distintos de los que tenemos en Argentina y Brasil, que parece han sido producidos por la codicia humana. De modo que no sólo se trata de frenar sino también de precaverse por si se trata de algo mayor.

Es preocupante porque en el horizonte aparece también la Parca, pero eso no puede hacer más que reforzar lo dicho: además de dejar de poluir el ambiente, tanto natural como social, es momento de sintonizar con uno mismo.

Quizás así podamos lograr el balance, entre nosotros, con la naturaleza y con el Universo.