13 de Octubre 2020. El Espectador

 

Honrar la dignidad de la justicia es una conducta propia de quienes creen en la democracia. Acatarla aún cuando se esté en desacuerdo con lo fallado es, además, un signo de grandeza.

Lo que vimos el sábado después del pronunciamiento de la Juez 30 de garantías, fue muy diciente: el senador Iván Cepeda afirmó que, si bien no compartía el fallo y lo apelaría, respetaba y asumía con serenidad la decisión tomada. Mientras tanto, los partidarios del expresidente Uribe insistían en su consigna de satanizar a la Corte.

Es paradójico que quienes recibieron un fallo adverso, se mantuvieron firmes en su convicción de aceptar los veredictos. Y quienes lo recibieron a favor la emprendieron contra los magistrados. Ahí se reflejan los principios rectores de unos y otros: para el pensamiento democrático son necesarias la división de los poderes, la confianza en la justicia y la majestad de las Cortes; para los modelos autoritarios, lo suyo es la concentración de las atribuciones, los dogmas y calumniar al opositor.

Claro, es distinto haberse formado en el respeto a las instancias, los derechos humanos y la búsqueda de la paz, o matricularse con los amos del poder. El poder porque sí, el poder desbordado, el que gobierna en cuerpo ajeno, para no soltar las riendas.

Uribe libre no quiere decir Uribe inocente. Dar por terminada su detención domiciliaria, no traduce borrar las acusaciones que pesan en su contra. Nadie lo ha exonerado. Podrá defenderse en libertad, pero sus cargos por fraude procesal y compra de testigos, siguen sobre el tapete y el país necesita que se haga la tarea sin sesgos, sin miedos ni intereses creados. Eso implica que el fiscal Jaimes asuma la responsabilidad de actuar con imparcialidad, independencia y rigor. Tal vez sea mucho pedir, pero recibir menos sería una infamia, y estamos hastiados de las infamias.