¿Cabe alguna duda respecto de la necesidad de vivir en comunidad? TAAANTAS dudas caben.

El ser humano, además de la aristotélica racionalidad que se le atribuye, es gregario, desde el punto de vista sociológico.

En la biblioteca de la Facultad de Derecho de Buenos Aires (de la U.B.A, de la universidad pública), en un artículo que leí, un olvidado alemán de principios del siglo pasado, Georg Simmel, hacía un sintético repaso de la evolución de las sociedades humanas. Allí mostraba una visión “térmica” del proceso histórico: en cada época había una sociedad que se “calentaba”, desbordaba su territorio invadiendo a sus vecinos y dejando su marca para luego enfriarse. Un proceso, claro, que podía durar siglos si pensamos en Roma. Esa visión es bastante acertada si miramos el contexto mayor: cuando Roma empieza, Grecia hervía con Alejandro conquistando el Medio Oriente hasta la India (¡en 8 años y a pie!). En un pestañazo de la Historia devoró el Imperio Aqueménida, que se estaba “enfriando”, y el egipcio que estaba a punto de congelamiento. Y así, podríamos pasar la mirada por el resto de la historia, con un curioso largo invierno medieval en el que se cocinaron imperialismos nacionales (Portugal, España, los Países Bajos, Gran Bretaña), precediendo un ritmo más acelerado de ciclos “térmicos”.

Los religiosos (no las religiones, no confundir) siempre estuvieron ahí, poniendo lo suyo para caldear los ánimos en una u otra dirección. Las diferencias debían resolverse, si era necesario, eliminándolas. Naciones, religiones, etnias enteras se vieron diezmadas por esta imposibilidad ¿de qué? Por cierto, si el ser humano fuera gregario, tendría que tender a la complementación con los diferentes, no a su aniquilación. Así que habría que pensar a quién le conviene esa definición.

Parece que el progreso cultural fue motorizado por unas culturas contra otras culturas. Unas visiones del mundo contra otras para las que los ajenos eran no-iguales: los unos no podían reconocerse en los otros. Todo montado sobre el universal desconocimiento (más bien, respeto) de la diferencia de género: las mujeres eran cosas, parte del patrimonio masculino (léase el Viejo Testamento).

Nuestro tiempo asiste a ese “calentamiento” de las mujeres en todas las latitudes, llegando al extremo de querer aniquilar a los opuestos, por suerte no de manera física. La Historia resolverá esa contradicción del mismo modo en que fue limando las otras y nos trajo hasta este siglo en que, aunque se continúe con la bárbara costumbre de las guerras, cada vez está más claro que son efecto de una clara situación de dominación.

En este sintético repaso se puede apreciar que el progreso se ha logrado juntos. Han sido conjuntos humanos los que han avanzado, a costa de los individuos, por lo general. Las guerras truncaron aspiraciones personales por estar al servicio de otras pero siempre, como fondo aparentemente quieto y constante de las hazañas guerreras estaba la vida del pueblo, rutinaria, casi meramente biológica frente a esos hechos que se presentaban como heroicos para dar sentido a la expoliación a que era sometido para mantener las guerras. Una vida en comunidad, bien que diezmada por el reclutamiento o las invasiones, que iba construyendo el piso biológico-social para el progreso en lo cotidiano.

Todo bajo el manto divino, cobijados bajo los lienzos que cubrían las pudibundeces de los íconos de la divinidad de turno, excepción hecha de aquellos cultos vitales que no tenían problema en exhibir las delicias del sexo. Hasta que vino el siglo XIX con su vendaval racionalista a descubrir los cuentos que encubrían los verdaderos intereses que movían el cuento mayor, las ambiciones concretas de una minoría expoliadora.

Curioso efecto tuvo eso en Europa, conjugado con las sequías que provocaron la diáspora forzada de sus poblaciones hacia América. Se produjo un desarraigo masivo del terruño y aún cuando portaran sus costumbres, “América tierra de oportunidades” como se vendieron los yanquis, fue un modelo de sociedad construída por emprendedores. El individuo se veía enfrentado a posibilidades aparentemente infinitas limitadas sólo por sus propias fuerzas, aunque siempre estuviera ahí el Tío Sam para vampirizarlas. Es paradojal cómo fue que comunidades cerradas brindaran el ámbito para el individualismo. Esta dinamización de la vida comunitaria introdujo nuevas diferencias y liberó las aspiraciones individuales. Surgió un nuevo modelo y el individuo se sacudió las cadenas ideológicas (fueran políticas, religiosas o meramente morales) que lo ataban a su grupo de origen.

Las guerras siguieron existiendo para gloria y honor del conjunto (y beneficio para los que, como Trump, se quedaban en la retaguardia). Los titiriteros se fueron especializando y la habilidad para mantener la regularidad de las transacciones sociales para la mayoría fue la clave para que esa minoría pudiera mantener su dominación, montándose en las revoluciones tecnológicas (¿cuántas van?).

El progreso pasó a ser destino y responsabilidad de cada individuo. Sordamente, tras esta cosmovisión, ellas comenzaron tímidamente a reconocerse.

La organización social, que fue la condición básica de la conservación de la especie, como lo son las manadas, cardúmenes, etc, fue complicándose cada vez más y “el individuo” comenzó a verse enfrentado, más que diferenciado, respecto de sus grupos de pertenencia. Sobre todo, ser individuo parecía conllevar el rechazo de lo que fue nuestra clave de desarrollo. Lo comunitario empezó a verse como gregario, casi un efecto de inercia gravitacional de los cuerpos. Así, el motor del progreso, desde la Revolución Industrial, es el genio individual, no el esfuerzo comunitario, que se acomodó fácilmente a la matriz imaginaria previa que ocupaba el héroe guerrero. Como dijo Martin Buber, al eclipse de Dios siguió la exaltación del Yo.

Los individuos tienen una suerte de repulsión a la pérdida de identidad que puede producir lo comunitario. La participación en un grupo sirve, básicamente, para compensar la soledad y proteger contra los miedos a lo desconocido a los que constantemente nos enfrentamos por el simple hecho de que el futuro no está garantizado. (Sí, por supuesto, además están los motivos altruistas que nos entusiasman, pero ¿qué hay detrás de esos motivos?¿no estarán compensando algo?). Allí en el fondo, vestida de accidente o de situación irremediable, está la Parca. Entonces parecería que hay una exacerbación de las formas, de las expresiones activas de los afectos y actividades, para olvidarnos de Ella. Lo grupal y lo colectivo pueden ser eficaces maneras de distraernos de nuestra finitud y la angustia que conlleva.

Sin embargo, nuestro tiempo trae consigo un renacimiento de lo espiritual frente a esa suerte de paganismo cientificista que dominó el siglo XX. Lo divino vuelve a ser pensado y creído de distintas maneras, más acomodadas a lo individual, ya que aunque reconstruyen lo grupal no son tan gregarias, son como más respetuosas de los límites que implican la diferencia.

La relación con un conjunto parte de algún elemento de identificación, de aceptación de ese conjunto. Sea una idea política, religiosa o, como sucede hoy, ecológica, siempre implica una imagen de mundo a futuro, un estado de cosas que quiero para mí.

Las organizaciones se convocan para ese fin, cualquier sea su configuración. Que se logre o no, que sean eficaces o eficientes, que los fines declamados sean una cobertura para otros inconfesables, es tema aparte. Me interesa destacar cómo es que adhiero a esa convocatoria, cuál es el encaje que la imagen propuesta tiene conmigo, hasta qué punto o cuánta inversión de mi tiempo –único recurso existencial- estoy dispuesto a entregar.

La identidad es, creo, el elemento central en la adhesión. Cuánto hay de las imágenes que sostienen la identidad colectiva en mi imaginario, cómo se entretejen, cómo y cuánto me soportan. Hemos visto calles desbordadas por militantes que terminaron desbandados frente a la embestida represora. Y no sólo se desbandaron sino que algunos personajones se cambiaron de camiseta de manera descarada, so color de demócratas. El pibe de la asamblea barrial que comenté en nota anterior me resulta emblemático: si se trata de arreglar el mundo para disfrutarlo, estoy frito, porque esto no se arregla en el curso de la vida, y no sólo la mía es prueba de ello. Simplemente, esto viene de arrastre histórico.

Es cierto que en toda causa revolucionaria es bienvenido todo tipo de aportes. Puedo invertir una hora por mes, por semana o por día, todo suma. Lo que importa es que aporte con conciencia de conjunto, con visión compartida y acción sincrónica. Que sirva al conjunto, o sea, a sostener una regularidad en acción en una dirección prefijada. De otro modo, al conjunto también le sirve pero no puede sostener esa regularidad con participantes que aportan cuando tienen ganas.

La noción de compromiso no implica jugarse la vida (no la muerte) sino garantizar cuánto estoy dispuesto a jugarme. Participar de un tejido que pulsa no es lo mismo que aparecer cuando tengo ganas. La relación que entablo con el conjunto puede ser tan manipuladora como la que mantengo con las personas. Eso tiene que ver con el tiempo que le dedico a mentar, a imaginar la intervención de ese conjunto en nuestro futuro.

Es que ese tiempo de mentación, de tener en mente el paisaje que anhelo, es tiempo de concepción en el sentido más literal del término, es como embarazarme de ese paisaje y hacerlo mío. Y así, hacer mía la tarea al servicio del conjunto, o sea, servir la humanidad a la que quiero dedicar mi acción.

Ese tiempo de mentación cotidiana que ocupo con mis cosas inmediatas es lo que crea mi realidad al anticiparla. Independientemente de los accidentes hay una rutina que sostengo y anticipo con mi mentación. A veces más fervientemente, otras más obligado, convertir el “tengo que” en un “quiero” que implica la intención deliberada y profunda es un largo trabajo y harina de otro costal.

Lo que interesa aquí es que creo de un modo mecánico la realidad de la cultura en que participo, por sumatoria de conducta cotidiana, sostenida en que creo (de creer) que mañana existe. Y del mismo modo podemos crear una nueva realidad creyendo en ella, pero juntos. Una realidad en la que haya lugar para vos, para mí, para nuestros afines y para todos los que no son como nosotros.

Esa realidad, volviendo a la termicidad inicial, necesita calor, calor humano porque la realidad que queremos crear es humana. La adhesión a un conjunto aporta, mínimamente, calor, y ése es un beneficio inmediato de la participación.

Este tiempo está viendo burbujear la masa del futuro en varias latitudes. Si esos vectores térmicos confluyen en un proyecto, lo veremos concretarse.

Habrá que ver cómo.