Nuestra ciudad, Mar del Plata, Argentina, se encuentra atravesando uno de los momentos más críticos de esta pandemia. Con una población aproximada de 800.000 habitantes, y 7043 casos confirmados al 12 de septiembre, con cifras que crecen a diario, se decidió retornar a Fase 3. No sabemos si aun estamos en presencia del famoso y temido ‘pico’, no obstante, frente a estos números, el fantasma tan temido se sacó la careta, para transformarse en un monstruo con características espantosas.

Los monstruos suelen activar en nosotros la mas arcaica y primitiva de las emociones: el miedo. Pareciera que a nivel individual y colectivo, nos estamos dejando arrastrar por la instintiva reacción de lucha y huida que caracteriza a esta emoción primaria. El miedo inhibe nuestro potencial humano de desarrollar respuestas inteligentes, humanas y solidarias. Respuestas creativas que nos permiten desplegar nuestro potencial, un potencial de paletas de grises, mucho mas ajustado a la complejidad de nuestra realidad que la dicotómica y usual respuesta: blanco o negro.

Para agravar el escenario, cada decisión que se intenta discutir, se politiza. Es decir, el apoyo a determinada estrategia epidemiológica se asocia inexorablemente a cierta ideología. Con esto se fomenta nuestra natural tendencia a juzgar al otro, y la búsqueda desesperada de responsables a quienes poder atribuir un fenómeno global que ha sobrepasado ideologías, credos y políticas.

Pareciera que no es este el mejor momento para determinar responsabilidades. Por el contrario, resultaría mucho mas productivo, poner sobre la mesa de discusión las historias y necesidades de los sujetos, impactados por la pandemia desde nuestra biografía e historia personal, cada quien sus propias necesidades. Todas igual de válidas. El impacto del Covid-19 y sus daños directos e indirectos en cada uno de nosotros, nos iguala como seres humanos.

No obstante, sin duda, es muy fuerte nuestra tendencia a percibirnos separados, juzgando y condenando los comportamientos y decisiones de LOS OTROS, en lugar de intentar comprender que cada comportamiento responde a una necesidad que a su vez responde a una historia de vida. Esto sin duda, también se asocia con el miedo.

Así, algunos condenan a los ciudadanos, y los ciudadanos se condenan entre sí. Los que quieren trabajar versus los que trabajan desde su casa y no entienden que el teletrabajo no es opción para muchos. Los que necesitan, quieren o están sencillamente acostumbrados a realizar actividad física versus los que creen que esto no es una prioridad en absoluto. Los docentes que reclaman un respiro a la exigencia que implicó la virtualización versus los que los tildan de vagos por trabajar desde la comodidad de sus hogares. Los grupos eternamente vulnerados en sus derechos: pobres de pobreza extrema con cifras en aumento, jubilados con ingresos mínimos y sin familias que los sostengan y acompañen. Familias enteras cuyos hogares de chapa y plásticos hacen imposible implementar la recomendación “Quedate en casa”.

No caigamos en la trampa perversa de creer que poniendo la responsabilidad en el otro, me salvo de la propia. Tampoco caigamos en el error de disfrazar de protocolos cuestiones de sentido común: si resultó necesario protocolizar el derecho al acompañamiento en el final de vida, fue porque antes perdimos el sentido común y violamos el derecho inalienable y preexistente de todo ser humano de morir con dignidad y acompañado de sus seres queridos.

El reclamo justo, noble e indiscutible de los profesionales de la salud es contundente. Las tristes noticias que todos los días no llegan, las víctimas fatales que cada día esta pandemia se cobra entre nuestros médicos, enfermeras y otros profesionales, el agotamiento físico y mental que padecen, las plantas mermadas por las licencias, debieran ser un llamado al respeto, la solidaridad y el compromiso. Este legítimo reclamo es el reclamo de todos. Su atención es prioritaria. Pero, especialmente aquí, especial cuidado en caer en la trampa del falaz enfrentamiento. Si el sistema de salud colapsa es una tragedia, sin duda. Si con nuestra responsabilidad individual y colectiva podemos hacer algo para evitarlo, incentivemos que así se haga. Cada uno de nosotros, debe seguir sosteniendo, por mas hartazgo que sienta, la responsabilidad colectiva de mantener las medidas de distanciamiento, uso de barbijo y lavado de manos, evitar reuniones sociales y cuidarse y cuidar al otro en todo momento. Esto es inapelable.

Pero no confrontemos. No son los trabajadores versus la comunidad. Ese mensaje nos coloca en diferentes bandos. Desconozco si esta es una cualidad del ser humano, o de nuestra sociedad en particular, probablemente sea la confluencia de ambos aspectos, pero la realidad es que todo posicionamiento nos achica la perspectiva, llevándonos a puntos ciegos difíciles –o imposibles- de trascender.

Como dijo Einstein: “Si quieres obtener resultados diferentes, no hagas siempre lo mismo”. En un contexto dinámico, cambiante, con infinidad de variables a considerar, las respuestas reactivas, el confrontamiento, la necesidad desesperada de determinar responsabilidades políticas, no solo no aportan soluciones sino que acentúan las grietas. Esto nos vuelve mas resistentes a aceptar que la necesidad del otro es también mi propia necesidad, expresada en una biografía diferente.

Mientras tanto, la comunidad científica intenta desesperadamente alcanzar certezas, y poco consigue. El virus avanza mas rápido que los rigurosos métodos necesarios para conseguir evidencia de calidad. La vacuna, en camino, pero con muchas dudas. Dudas, incertidumbres.

Pareciera que como seres humanos no estamos dispuestos a convivir con la incertidumbre. Esta es sin duda una de las razones por las cuales estamos tan enojados y frustrados.

Conocer y re-conocer al otro con sus propias necesidades y aceptar el grado de incertidumbre al cual esta pandemia nos somete, parece ser una respuesta bastante mas inteligente.

Es momento de sumar, de sostener, de aportar, de crear. Es momento de medir nuestras palabras antes de causar mas daño. Estamos cansados, heridos, vulnerables. Más que nunca.

La compasión se define como ese ‘sentido básico de apertura o sensibilidad hacia el sufrimiento propio y de los demás, unido a la intención genuina de aliviarlo y prevenirlo” (Gimpa, 2014, Gilbert et al 2017). Es este un tiempo propicio para reconocer nuestro propio sufrimiento y acercarnos al del otro preguntándonos si podemos hacer algo para aliviarlo. Siempre hay otro en un contexto mas desfavorable que el propio. Siempre. Nos cuesta verlo, pero allí está.

Quizás estemos fallando en reconocer nuestro propio sufrimiento, y nos disfrazamos de personas muy enojadas. Quizás el reconocimiento del propio sufrimiento sea la puerta de acceso al reconocimiento del sufrimiento del otro.. Quizás entonces podamos VER el sufrimiento real y actual de nuestros profesionales de la salud, y su lógico y humano agotamiento físico y emocional.

Hay redes tejidas. En todas se puede colaborar.

Hay barrios con necesidades impostergables.

Puede que todo esto suene idílico y utópico. Creo que necesitamos muchas reflexiones de este tipo para volver a encontrar nuestro eje, recuperando la paz en nuestros corazones.

Ha dicho un grande: “Erradicaremos el mal y traeremos paz al mundo, no mediante el enjuiciamiento de los demás sino transmitiendo amor. Si se deshace del enjuiciamiento y de la tendencia a dominar y controlar a los otros, será capaz de reemplazar el odio y la intolerancia por el amor y la armonía” (W. Dyer)

No podemos construir un mundo más justo si no hay paz en nuestros corazones.

Volver a lo esencial: reconocer en las necesidades y deseos del otro esa humanidad que la pandemia nos quiere hacer poner entre paréntesis cuando es, precisamente, lo que más necesitamos para transitarla y poder en algún momento afirmar( ¿quién se acuerda a esta altura?): De esta salimos todos juntos.