RELATO

 

 

Cuando vio aquellas pisadas, se dio cuenta que eran más de 40 hombres. Sabía que estaban al acecho, esperando que llegara la madrugada para llevar todo su ganado. Él percibía el peligro en la mirada de su animal de carga. Aquel semental que se sostenía sobre sus  enormes patas, mientras olía el viento que le iba llegando. El animal sabía que no era el olor de la lluvia, tampoco  era el olor de la hierba de otoño, tampoco era el ruido del relámpago.

Unas pisadas, un viento que soplaba anunciando el peligro, eran señales claras para alguien que conocía las montañas de Rich, una larga  cordillera que él recorrió muchas veces sólo.  En ese momento  había olvidado a su mujer, a sus hijos que estaban en el interior de la jaima esperándole.

Estaba tan concentrado.  Meditaba, mirando hacia  todas las direcciones. Todo era desnudo en aquella planicie de color oscuro. El único aliado que tenía, en ese momento, era un río seco, lleno de acacias que estaba hacia el este.

El sol se iba inclinando, mientras él seguía dando pequeños pasos con un viejo fusil que colgaba sobre su hombro derecho. Observaba la arena para saber de dónde soplaba el viento. Los animales seguían de pie, presentían que la noche iba a ser larga e inquieta.

Varias rutas dominaban su mente. Con quince balas no podía vencer a 40 hombres, tampoco podía darles la mitad de su ganado, lo que equivalía a una vida de trabajo y sufrimiento.   ̶  ¿Qué hago?  ̶  se preguntaba, mientras las horas iban pasando  y aquel viento, que soplaba,  volvía  con más fuerza.

Entró decidido a la jaima y observó a su mujer, al mayor de sus hijos, no encontró ninguna respuesta. Los pulsos de su corazón se aceleraban y sentía que la sangre iba fluyendo con más intensidad por todo su cuerpo. Cuando la primera estrella de la noche apareció en el firmamento, decidió encender una hoguera enorme que fue alimentando con ramas gordas para que se viera a muchos kilómetros. Empezó con la ayuda de su mujer y sus hijos, a arrancar las estacas de la jaima, a doblar las esteras y las cuerdas.

Cargó todo sobre los dromedarios, no sin antes echarle a la hoguera enormes troncos para mantener el fuego vivo, durante toda la noche.

Emprendió su viaje hacia el este, buscando las laderas del río seco. La noche era limpia y tenía un brillo especial que le permitía, caminar hacia varios sentidos para despistar a aquellos hombres que iban a consumar su asalto por la madrugada.

A su espalda quedó aquella hoguera que  alumbraba de forma extraña, y con ella ese lugar, en el que el peligro se advertía en el interior de las estrellas. Su mujer, sus hijos, iban subidos encima de los dromedarios de mayor experiencia, los que conocían el camino de memoria. Él era el guía, el último guerrero de una estirpe, que había defendido su supervivencia en medio de la hostilidad. Los animales que él conocía y cazaba, estaban escondidos ahora en sus guaridas, percibían el peligro que se cernía sobre ellos.

Tenía calculada el agua que llevaba en los odres. Sabía dónde estaba el próximo oasis, la frontera que  iba a salvar a  su ganado y a su familia.

Cuando el sol deshizo la oscuridad con el primer rayo de luz, él miró a su espalda. El ganado le seguía a un paso rápido. Las dunas aparecían en el horizonte, el oasis de frondosos árboles estaba cerca. Él sabía que esa era la tierra que deseaba alcanzar.

Los 40 hombres habían llegado varias horas después a su lugar de acampada.  Encontraron entonces sus huellas junto con las cenizas y, cuando avanzaron unos kilómetros para alcanzarlo, desapareció su rastro. El viento tenebroso de la noche lo había borrado todo.

El olor del humo que respiró cuando miraba la arena, fue suficiente para que él emprendiera su huida hacia el sur. Su ropa de color apagado, su fusil cargado de balas y aquel animal veloz que olía el agua de lejos, le permitieron sobrevivir alcanzando otra tierra.