Por Mónica E. López

 

La línea ininterrumpida de tiempo en la que transcurre nuestra vida, hace que los hechos nos resulten soportables. Nuestra memoria no abarca el continuo, no registramos la totalidad y tal vez sea una fortuna para con nuestra limitada existencia. La variedad alternada de hechos es lo que nos resulta emocionante y esa incertidumbre combinatoria de alegrías, tristezas y desconciertos es lo que llamamos nuestra vida.

David Eagleman es un neurociéntífico que también escribe textos ficcionales. En un breve cuento plantea una reagrupación aterradora sobre el tiempo que dedicamos a las actividades comunes en una vida promedio. Cito algunos ejemplos: pasamos treinta años durmiendo, veintisiete horas de dolor intenso, meses teniendo sexo, doscientos días tomando duchas, dos días mintiendo, seis semanas esperando la luz verde del semáforo y otras tantas semanas fingiendo que sabemos de qué hablamos. Transcurrimos días y días mirando el interior de la heladera, subiendo y bajando cremalleras y abotonando nuestra ropa. Es una lista flexible donde podríamos agregar el tiempo frente a las pantallas, las horas que reímos y los días, meses o minutos de traiciones. Cada uno puede mejorar esta nómina con las luces y sombras de su historial.

La pandemia que atravesamos hace meses ha cambiado para muchos la cotidianidad y algunas de nuestras actividades rutinarias han tenido un impasse. Y aunque en esta época quizás no nos ayude el cálculo del tiempo que hemos perdido, ganado o despilfarrado, sí resulta inevitable vislumbrar cómo la alteración ha desnudado lo que escondemos en los hábitos y quizás queramos cambiar algunos números de nuestra lista de Eagleman.

La productividad como obligación, tambalea. La maqueta que endiosa el hacer como fuente de energía, la falta de tiempo, el sentirnos peones de batallas ajenas pesa mucho frente al cálculo de cómo hemos usado los años, días y minutos. Hay mucho sufrimiento social y personal detrás de estos mandatos. La necesidad de decir algo inteligente y la urgencia de la interpretación en movimiento, hizo estragos también en muchos pensadores que se apresuraron en analizar este momento recién nacido. Como si se pudiera, como heridos de guerra analizando en su camilla el significado de la herida.

Treinta y ocho días mirando el refrigerador. Seis meses viendo comerciales. Tres años comiendo.

Este tiempo precario, incierto y amenazante del confinamiento nos ha enraizado a lo disponible. La pérdida siempre provoca novedad y entonces, en nuestras casas, creamos. Después de unos días de extrañeza y aburrimiento, muchos de nosotros nos hemos reencontrado con la satisfacción de lo hecho por nosotros mismos, con nuestras manos. Algunos renuevan los jardines, escriben, cocinan, mejoran el lugar donde viven, actúan o pintan, por mencionar varias posibilidades. No existen grandes diferencias entre cualquiera de estas actividades. Solos o acompañados producimos y recibimos obras de arte, en la acepción más amplia del término, y compartimos así la experiencia de un tiempo extraño, sin ataduras.

Somos muchos los que creemos en un mundo comunitario más justo, más suave y menos llenos de palabras interesadas. Detestamos la idea de que unas vidas valen más que otras. Creo entonces que una vida abierta a la creatividad es fructífera, pues es momento de reafirmar nuestra resistencia e identificar con determinación los monopolios del gusto que son a la vez políticos, pedagógicos, comerciales e ideológicos. Crear es no banalizar nuestra vida, lo que hacemos sin presiones nos enseña algo sobre nosotros mismos.

Aunque tal vez nos toquen setenta y siete horas más de confusión y esta sea una de ellas queda mucho por hacer, sentir y reparar. No olvidemos que la creatividad es la herramienta siempre a mano para atravesar la locura y la desesperación. Siempre ilumina, revaloriza. Porque a pesar de los conflictos y dudas, crear nos da otra cadencia y nos permite, más allá de las turbulencias y los rebrotes, la insensatez de la esperanza.