La segunda ola ya está ahí. En Europa borbotonea. Donde fueron más duros y preventivos, el virus parece haberse aplacado, pero late.

EEUU es otro mundo. Ellos siempre tienen que ser la excepción, los primeros del ránking. Y lo consiguieron una vez más (aunque el Brasil de Bolsonaro se está esmerando en desbancarlo). Por cierto que son un ejemplo en esto de la pandemia. Por la contraria, claro, son ejemplo de lo que no había que hacer. La libertad puede ejercerse de manera ilimitada, pero entre condiciones. Condiciones que ponen sus límites.

La invocación de la presunta “responsabilidad individual” epidémica es una irresponsabilidad social por parte de quienes se supone tienen que reglamentar, entre otras cosas (¿en primer lugar?), la salud pública. En todo caso, quienes ejercen esa responsabilidad son representantes, no del pueblo, claro está, sino de quienes se benefician con su sacrificio cotidiano. Como los trabajadores son reemplazables (y en EEUU hay enormes filas que aspiran a reemplazar), no importa que mueran o se incapaciten por la Covid-19. Y punto, demasiado se ha dicho sobre eso.

Me importa revisar aquí la situación global, cómo es que masivamente se pueda salir a la calle al levantarse la cuarentena, como animales desenjaulados, olvidando toda prevención. Y no sólo eso.

Queda supuesta la necesaria apelación a la no-violencia en lo que sigue.

Portland, en el ejemplo que dan los yanquis, está a la cabeza de la protesta popular que los viene sacudiendo (en un notable ejercicio de ciudadanía responsable) culturalmente. Pero está retrocediendo ante la astucia de Trump que mandó agentes federales para que los apaleen con métodos que conocemos bien por aquí, en el Cono Sur. Los vivimos a diario desde las últimas dictaduras. La violencia policial no fue un estado de excepción sino un nuevo modo de actuar del poder. Más atemperada con los gobiernos “populistas”, permaneció como un rasgo (lamentable) institucional.

Y digo la astucia de Trump, porque repartir palos exacerba y estimula la protesta, la incita a tornarse violenta. Lo ha conseguido, y con eso, mejorar su imagen en cuanto a la chance electoral que se juega. Esto es lo anecdótico, que tiene que ver también con la conducta pandémica irresponsable y, más general, con la sumisión ciudadana ante el poder fáctico (o sea, económico).

¿Cómo es que se ve cada uno frente al virus?¿Cómo, ante la situación de explotación generalizada? Tal parece que cada uno buscó su salida individual en los puestos y resquicios del sistema, dejando de lado las consideraciones solidarias. Es una suerte de multitud escalando una montaña de laderas pedregosas, donde a cada paso uno suelta piedras hacia abajo. Y detrás de uno, abajo, hay otros trepando. La inestabilidad de la propia situación, la premura en encontrar la próxima piedra que me permita afirmar un pie o una mano, no permite que me ocupe en dejar en su lugar la que estoy usando como soporte. Está claro que la alegoría es corta y que la montaña es la pirámide social, que la piedra no es una sino muchas, que la situación en que nazco ya me da cierta estabilidad que se continuará, por lo general, durante varios años, y no me refiero a la económica.

A lo que voy es que cuando uno trepa, no ve más allá del metro o dos metros cuadrados que lo rodea. Simplemente porque la perspectiva está acotada. Difícilmente uno puede pararse, así que el campo visual queda restringido a las piedras de alrededor. Y lo mejor es mirar para arriba porque si te das vuelta, ahí viene el vértigo que te invita a la caída.

La vida no es muy distinta. Sólo que espacialmente tengo un rango visual más extendido, pero en el tiempo, el futuro es siempre brumoso aún cuando crea tenerlo asegurado. Este es el lugar en que cada uno se encuentra: nos rodean cosas y personas definidas porque las percibo, pero también nos rodea su pasado y su futuro. Sobre todo la impredictibilidad de éste.

Me asiento sobre mi experiencia. Dependo de mi visión, y ésta depende de mi formación, de haber aprovechado o no la capacidad de ver más allá del momento que vivo. Dependo de lo que creo y esto depende de lo que hice, de las elecciones y decisiones que tomé. Y no elegir ni decidir, también lo es.

De modo que en la vida estoy condicionado por la experiencia que pude desarrollar, más bien, que quise. Porque ahí está la elección entre el esfuerzo y el confort. Entre sentarme en medio de la pendiente y construirme un refugio, conformándome con la visión que tengo desde ahí, o seguir trepando hasta alcanzar la cima y recuperar el horizonte y el cielo completo.

No es una alegoría de la pirámide social sino, si se quiere, cognitiva. De la capacidad de visión que puedo desarrollar ampliando mi experiencia. Mi propio progreso depende de mi capacidad de visión. Esto implica imaginar lo que vivo y proyectarlo a futuro.

Está claro que gente como Macri, Trump y Bolsonaro, tramposos y mentirosos como se ha visto y probado, pueden alcanzar la cima social. Porque la pirámide social no está hecha de piedra sino de creencias.

El juego democrático, la rotación electiva de funcionarios, depende de las creencias del electorado. Los manifestantes de Portland sólo ven la ingerencia del gobierno federal con su violencia y no alcanzan a comprender que esa fuerza que descarga Trump sobre ellos lo refuerza en su posición como candidato. Pese a que lo están gritando las columnas de los diarios.

Del mismo modo que el enjaulado quiere salir y “ejercer su libertad” que no es otra que la de salir a buscar el virus (libremente, eso sí) y arriesgar su integridad física, libremente. Sólo que en el camino de su infortunio, que puede no ser, sí dejará una estela de contagios. De modo que lo que seguro ejerció, fue su libertad de contagiar.

¿Existe la libertad de contagiar? ¿Puede alguien querer contagiar a otros?

Desde esa estrecha visión que aceptamos nuestra visión de la vida y las cosas (me incluyo aún cuando me haya rebelado siempre), simplemente, no nos damos cuenta.

Porque uno no puede ver lo que no está ahí, y son muchas las cosas que “no están ahí”, estando ahí.

La ignorancia es un concepto calificado: es no saber, pero cuando uno llama ignorante a alguien, quiere señalar lo que uno tendría que saber. Ahora ¿cómo se llama el no saber porque simplemente no se puede saberlo? Eso que sólo da la experiencia ¿cómo se enseña? No sólo está claro que el imperio de la “diosa razón” se derrumbó y cada vez más, los sistemas educativos más que impartir “desgranan” o rebajan el conocimiento. Los datos se han convertido, con el mercado de la información, en mercadería. Los que se dan en el sistema educativo público no se venden, claro, pero los que están a cargo, cobran por hacerlo. Y está muy bien. Todos los que prestamos servicios necesitamos una retribución, pero ¿hasta dónde se torna más importante la remuneración que asegura mi situación confortable “a mitad de la cuesta”, que el servicio que presto? ¿quién evalúa mi servicio? Soy abogado y sé lo que digo porque me miro a mí y a mis colegas, y vivo a diario el sistema institucional público y privado. Y en el sistema educativo pasa lo mismo, aún en el privado. Ahí están, otra vez, Macri y Trump como ejemplos de la falta de controles para el funcionariado electivo (y el resto, también).

Es cierto que, por un lado hay una degradación del conocimiento, en la forma de su desvalorización. Se busca la información por su valor de uso y no de conocimiento. Importa la data y no la información que provee; vale por su utilidad contextual, no por ella misma, por la región de la realidad que abre o expande. Se busca conocer para usar y no para descubrir (que ése es el concepto griego de verdad, la alétheia). La investigación es patrocinada por su utilidad en la aplicación y no por su expansión del conocimiento. En general, así como el papel moneda reemplazó a los metales preciosos (aunque parece que no por mucho tiempo más) la idea-dato reemplazó la idea-verdad. Esto se refleja en el auge del lingüismo que pone el acento en el valor de la palabra y no en el significado; en la representación y no en la realidad que señala o reemplaza.

Así, somos muchos los que creemos que pensamos porque podemos reconocer un concepto por la palabra que lo designa y determinar de manera aproximada a qué región del conocimiento pertenece. Pero muy pero muy pocos son los que se asoman a esa región y se animan a explorarla, aunque sea para reconocer lo que se dijo. Parece que pensamos porque usamos los conceptos que otros crearon; otros que son muy pocos, y sus herederos se pelean por la explotación del territorio de información que dejaron marcado.

Es que pensar implica la necesidad de aprender, sobre todo, aprender a mirar. Porque si uno se queda con lo que piensa y no mira lo que piensa (tanto el pensar como lo pensado), lo más probable es que ese pensar se degrade progresivamente, tapando la realidad.

Aprender sin límites no es sólo una bonita frase sino, como diría Kant, una idea regulativa, algo que nunca termina de cumplirse, una meta que se corre más allá cada vez que la alcanzo, la respuesta que se convierte en más preguntas.

En otros términos, la vida siempre pide más vida, si eso no sucede, he aceptado la muerte.