Relato

 

El día comenzó de lo más extraño. Carmona, mi jefe, me llamó al despacho. «Su padre acaba de fallecer», dijo. Luego deslizó sobre la mesa un pósit verde fosforito. «Telefonearon. Aquí tiene los detalles».

Guardé el pósit en el bolsillo ―el verde fosforito me pareció impropio de unas exequias― mientras el señor Carmona ajustaba los días de asueto. «Dos días. Ya veremos cómo nos apañamos sin usted».

En la oficina yo ocupaba un puesto subalterno, pero la grabación de datos exigía de aptitudes monótonas y atencionales indispensables para la empresa. Durante mi ausencia ―dos días, dijo el señor Carmona― se quedarían sin grabar cientos de datos.

―Vamos, vamos, no pierda el tiempo. Le esperan en el tanatorio.

Salí del despacho con la insólita sensación de que la mandíbula se me desgajaba del pellejo y colgaba lánguida sobre la garganta. Una sensación de lo más incómoda.

Mis compañeros simularon no verme. A nadie le gustaba pasar por un trance así. Pensé en ordenar mi mesa, recoger las cuatro cosas, apagar el ordenador. Esto le daría un toque oficial a mi ausencia. La mirada del señor Carmona detrás de la cristalera de su despacho me quitó las ganas. Y es que la noticia de la muerte de un padre no necesitaba de mayor oficialidad.

El problema, de ahí la insólita sensación en la quijada, es que mi padre había fallecido de un tumor en las vías altas hacía once años. Quizás el señor Carmona entendió padre en lugar de madre. Pero el señor Carmona siempre fue muy meticuloso y nunca se le conoció en la oficina un error parecido.

Decidí dar un paseo hasta el tanatorio. El edificio se encontraba cerca, apenas diez minutos calle arriba. Me sentía ligero, fresco incluso. El vuelo errático de un grupo de golondrinas manglares anunciaba la llegaba de la primavera a la ciudad. El cielo, despejado y ambarino, rozaba los edificios más altos. En un día tan hermoso, pensé, la muerte resultaba menos triste.

La noticia de la muerte de mi padre no fue la única señal extraña del día. Justo antes de que el señor Carmona me informase del óbito, mi compañero Fariñas se acercó hasta mi escritorio, rebuscó en la cajonera y se llevó un puñado de mis caramelos mentolados.

A Fariñas se le aprecia dentro de la oficina. No es propio de su estilo rebuscar en cajones ajenos sin pedir permiso. Lo cierto es que últimamente notaba que los caramelos mentolados se acababan demasiado pronto.

¿Falleció mi madre? Hace tan solo dos días comí con ella. Rebañó el plato. Señal de buena salud. Eso me pareció.

Las desgracias nunca llegan solas, pienso mientras camino hacia el tanatorio. La semana pasada encontré por casualidad la tarjeta de un abogado matrimonialista. Apareció como al descuido en el suelo del cuarto de baño. Detrás de la tarjeta reconocí la letra de mi mujer: «500 euros, provisión de fondos, mutuo acuerdo / 1200 si deriva contencioso». Coloqué la tarjeta en su mesilla y obvié comentar el asunto. Mi mujer andaba revuelta.

A mi madre no le comenté nada. Para ella sería un gran disgusto.

De alguna manera, yo la sigo queriendo (a mi esposa).

Las molestias en la mandíbula van a más. Me cuesta tragar saliva. Me he detenido en un escaparate para así poder estudiarme al reflejo. Abro la boca. Cierro la boca. Aprieto los dientes. Suelto los dientes. Todo parece encajar. Aún así, el dolor de la boca es cada vez más intenso. Creo que ahora mismo me costaría articular palabra. Una mujer se ha colocado detrás de mí. Le interesa el vestido de saldo expuesto en el escaparate. Está muy rebajado. «Con defecto», dice el cartel. La señora ha pegado su cara al escaparate. Se esfuerza por encontrar el defecto. Tiene unas hechuras parecidas a las de mi madre. Podría preguntarle la talla y comprar el vestido. A fin de cuentas, yo lo vi primero.

«Le falta el ojal de la botonadura», le digo. La monitorización de datos me permite esta destreza para los detalles. La mujer se aleja del escaparate. Quizá no me haya escuchado.

Al final de la calle, junto a un colegio, sobresale la fachada del tanatorio. Resulta una ubicación extraña para una morgue. Hace poco asistí a las exequias de un jefe de la empresa y la algarabía de los niños en el patio alteraba el duelo de los familiares. A mí me pareció una chispa de vida dentro de la desgracia. Pero bien pensado quizás deberían ubicar el tanatorio en otro lugar. O trasladar el colegio. Tanta vida y tanta muerte juntas no puede ser algo bueno.

He consultado el pósit verde fosforito. Apenas aporta información sobre lo sucedido, tan solo unas coordenadas de espacio y tiempo: «Tanatorio municipal. Sala 202, planta segunda. Misa de difuntos: siete en punto de la tarde».

Trataré de ser discreto al entrar. Aún desconozco la identidad del finado. Espero encontrar poca gente. Las honras fúnebres de mi padre resultaron muy concurridas. Llegó la familia al completo, líneas enteras de consanguinidad y afinidad. Y eso que mi padre murió prudente. El cáncer le duró dos meses.

Me he colocado al fondo de la sala, junto a los bancos de la puerta de entrada. El muerto de la 202 debe ser alguien muy cercano a mi familia. Reconozco a muchos de mis allegados. En la primera bancada, mi mujer. Parece afligida. A su izquierda, mi madre. Llora desconsolada. Mi prima Elisa la abanica con brío. Esto siempre reconforta. A la derecha de mi mujer se sienta su profesor de pádel. Han desarrollado una intensa amistad desde que ella se inició en ese deporte. Mis hermanos Juan y Eliseo llevan la voz cantante del velorio. Reciben y aceptan condolencias junto al féretro. Parece que el muerto fuera de ellos, o que las circunstancias exigiesen su presencia. También mi mujer recibe condolencias. Es extraño su protagonismo. Nunca le gustaron los entierros. Ella siempre estuvo del lado de los vivos. Un carácter alegre y jovial.

La súbita aparición de Fariñas en el velatorio resulta una novedad. Le acompaña Gálvez, el jefe de sección que puja por el puesto de Carmona, mi actual jefe. En realidad Fariñas acompaña a Gálvez. La relación de jerarquía se establece cuando Gálvez se inclina sobre mi mujer y le ofrece condolencias. Fariñas, simplemente, asiente con la cabeza. Es entonces cuando entiendo lo que realmente sucede. Me levanto y me dirijo hacia la urna donde han colocado al muerto. Me reconozco de inmediato allí dentro. Me reconozco a pesar del boquete en el rostro. El tiro de escopeta se llevó la mandíbula y la dejó colgando. Casi media cara. Los de la funeraria remendaron lo que pudieron. Es entendible, entonces, la insólita sensación en la quijada a lo largo del día. Percibo a mis espaldas el olor de los caramelos mentolados. Es Fariñas. Se ha acercado al féretro y observa mi cadáver. Relame uno de mis caramelos. Aprovecho para auparme dentro del féretro e introducirme en el cuerpo. Encajo a la perfección. Cuando termino, mi mano física sufre un pequeño espasmo y Fariñas grita como un poseso. Ha sido tan solo un leve movimiento reflejo de mi mano izquierda a causa del ajuste. A Fariñas, el caramelo le ha jugado una mala pasada y casi se ahoga. Mis hermanos le palmean la espalda. Mi mujer apenas se ha alterado con el incidente. El profesor de pádel sabe distraerla. Bien pensado, ella participó en la elección de las circunstancias finales. La escopeta pertenecía a su padre. A mí nunca me gustaron las armas de fuego en casa. Luego pensé en la eficacia de un disparo a bocajarro.

Cierro los ojos y, curiosamente, pienso en Carmona. También él pasó por este trance hace tan solo unos meses. Ahora entiendo que él fue el jefe de empresa al que enterramos. Vinimos una buena representación de la oficina. Lo suyo reventó por dentro. El corazón, demasiado estrés. Hoy, el bueno de Carmona supo guiarme hasta aquí. Le bastó un simple pósit verde fosforito. Un buen jefe lo es para toda la vida. Llegado el caso, también para la muerte. Carmona sabe que algunas veces me pierdo en secundariedades. Trabajar monitorizando datos tiene esos peligros. Los detalles cobran importancia y lo vital se posterga. Como a la familia. Como a la mujer.

Al final, uno queda postergado.

© Miguel Ángel Gayo Sánchez