Desde Francisco Suárez (allá por el siglo XVI) hasta nuestros días, cada vez menos se discutió que el soberano, el “dueño” de la soberanía, de la suma del poder acumulado para gobernar, es el pueblo. Pero inmediatamente viene la cuestión de en cómo se distribuye el poder, quién lo ejerce, etc.

En este punto radica el nudo de la cuestión. En que el pueblo es soberano y soy parte, cada uno lo es, del pueblo. Pero se hace necesario delegar la soberanía en alguien que la ejerza y entonces surgen las contradicciones entre los individuos y el poder delegado.

Los firuletes ideológicos devanados desde que la autocracia perdió las simpatías de la burguesía emergente, prolijamente ocultaron que el ejercicio de la soberanía pesa sobre cada uno, y que esa responsabilidad descansa en el mismo anhelo de libertad. De modo que renunciar a la una es renunciar a la otra, si bien con un pase “de ideas” (parafraseando al “pase de manos”) han justificado la necesidad de la “representación” política ahogando los intentos de democracia directa. Para volver a una dictadura veladamente colegiada o abiertamente autocrática, según se ha visto en los últimos dos siglos.

Las teorías no han podido resolver la ecuación en lo que hace a la aplicación práctica. Si hablamos de igualitarismo caemos en el colectivismo que ahoga al individuo. Si elegimos el liberalismo y ponemos la libertad por encima de todo, con la protección de la esfera individual resulta que unos individuos son más libres que otros y estropeamos la igualdad.

Esto necesita adecuaciones de emplazamiento porque, como diría Ortega y Gasset, “yo soy yo y mi circunstancia”. Mi vida transcurre en simultáneo con otras vidas. No puedo llevarme por delante otras vidas para ensanchar la mía e, instintivamente, no voy a dejar que me lleven por delante. ¿Acaso se puede ser colectivista para lo social e individualista para lo personal? Yo creo que sí, hay que saber mover el punto de vista.

Son puntos de vista que determinan emplazamientos frente a las situaciones que vivimos y algunas posiciones tomadas significan sufrimiento y hasta dolor para otros.

La fórmula clásica, eso de que mi libertad termina donde empieza la del otro, parece invitar a la reflexión y la auto-restricción, pero en la práctica me encuentro con que el otro (yo no, claro está, siempre es el otro) empuja el límite sobre mi territorio existencial. Si renuncio a usar el garrote, parezco necesitar que alguien lo use por mí. Y al otro le pasa lo mismo, así que le compramos el garrote a un tercero, que termina usándolo contra ambos.

De modo que con estas visiones encontradas, estamos frenados en el proceso de organización social.

Mi país y mi subcontinente (que los yanquis se pretendan “americanos” me resulta de un narcisismo que tiene un tinte de genocidio cultural) es más que rico en íconos que provocan repulsa en los “defensores de las libertades” (de ellos).

Los tiranos arquetípicos de nuestra literatura se inspiraron en los reales. Sólo que algunos tiranos fueron calificados así porque afectaban las libertades (de ellos) al defender la vida del pueblo. Los que defendieron las libertades (de ellos) quizás (para ellos) cometieron “algún exceso”. Por supuesto, motivado porque “algo habrán hecho” las víctimas del exceso. (En Argentina, esa frase fue el latiguillo que la buena gente usaba para tranquilizar su conciencia cuando veía que las llamadas “fuerzas de tareas” se llevaban al vecino).

Ellos (los “bienpensantes” oligarcas) pretendían que nuestros “tiranos” no tenían cabida en nuestra historia porque “el futuro” tenía que ser otro. Los actuales pasan por alto un detalle (porque no sólo ignoran casi todo, principalmente no quieren saber de Historia): “no había que ahorrar sangre de gaucho” para imponer el nuevo orden, parafraseando a Sarmiento, que fue uno de los pro-seres argentinos, galardón que se ganó promoviendo la educación pública para los inmigrantes que soñaba (y nunca vinieron, porque ésos no padecieron las hambrunas que expulsaron a los que sí llegaron a estas tierras).

El trasplante demográfico que hicieron en mi país fue uno de los experimentos más crueles de la historia humana. Cambiar gauchos por “laboriosos” europeos no es un ejemplo de cuidar la vida de los otros. Esa huella de desprecio por lo humano en algunos sectores sociales, no se ha perdido todavía. Cada país (¿cada cultura?) tiene sus discriminados. Pero en Latinoamérica se extiende a lo largo y lo ancho de su territorio una frontera transversal que divide a los que tenemos la piel color tierra de los que se pretenden “raza pura” (y lo dicen por lo bajo).

Hay momentos en que me pregunto si la negligencia en la prevención de la pandemia fue realmente un descuido o un intento de limpieza étnica disimulado, porque desde Nueva York hasta las zonas metropolitanas de Santiago de Chile y Buenos Aires, la mayoría de las víctimas no está integrada por blancos, acomodados y bienpensantes. Los que, después, cuando la marejada de la Historia se les vuelve en contra, se quejan de los huracanes igualitarios. Razón no les falta porque es cierto que también se cometen excesos cuando la balanza se revierte.

Por esta tierra están viendo que se les está dando vuelta la suerte y salen a defender la libertad (de ellos) frente a la posibilidad de la muerte (de los demás, porque la de ellos no la ven porque tienen sus coberturas médicas). Estas actitudes muestran que se trata de inercias desbocadas, como ésta de querer salir reabrir “la economía” a cualquier precio. Somos materia de sueños y, suele suceder que, soñando, nos quedamos dormidos. Cuando aseguramos el metro cúbico que necesitamos, y podemos elegir qué y dónde comer, perdemos la perspectiva de lo distinto. Se está tan calentito que entra el sopor existencial.

Sea por el color de la piel o el tamaño del monedero, la posición que cada uno asume en el mundo está claramente determinada por factores que comprometen la igualdad de oportunidades ante la vida. Y esto, invariablemente, redunda en la afectación de la libertad individual, cuando menos, la que cada uno tiene de soñar su propio futuro.

Por eso, quizás la salida de la contradicción entre los primeros términos del famoso lema de la Revolución Francesa, sea el último (la mediación dialéctica, como diría mi profe): la fraternidad. Aunque el modelo de los hermanos no sea el mejor por la abundante casuística que nos cuenta de los celos y las peleas, creo que al menos, en términos generales, cuidan al otro de la muerte.

La mayoría de los hermanos tienen un reconocimiento de su común origen que debe haber inspirado la fórmula revolucionaria. Es más, entre compañeros de militancia en cualquier ramo, se habla de hermandad y cuando un vínculo se vuelve muy querido, surge fácil el calificativo recíproco que evoca la hermandad.

Perogrullo también dice que todos somos humanos. Si tan sólo miráramos a ése que vemos distinto, tan solo distinto, como uno que también, como ese uno que se vive yo, es humano, podríamos echar a rodar tantos sueños.

Juntos, pero no revueltos, como decía mi abuela.