En uno de los diarios yanquis de mayor circulación leo sobre los problemas de conciencia que trajo la muerte de George Floyd: se preguntan cómo ser “antirracistas”. Superviso una traducción sobre la injusta prisión de Leonard Peltier, que ya lleva más de cuarenta años. ¿Serán mis rasgos autistas los que me llevan a sentir tanto los conflictos ajenos? O, más bien, será que identifico los míos.

Tengo clara conciencia de que lo testimonial puede no tener mucho valor periodístico pero es que soy uno entre taaaantos que somos. Todo lo que se escribe con tono de seriedad “opinativa” está viciado de una generalización que pesca, sí, algunas notas que pueden caberle a muchos pero no siento que vayan al meollo de la cuestión humana. Así que, con permiso, seguiré poniendo por delante las condiciones circunstanciadas de mis opiniones. Sigo a Ortega y Gasset en esto (leé su Prólogo para alemanes, donde habla de los escritores).

¿Estás seguro de que las noticias sobre las injusticias no hacen mella en tu alma? ¿o las esquivás? (¡Já! Dejé lo testimonial para entrar en lo interpelativo).

Los hechos de violencia nos llueven día a día a través de los medios de comunicación del mismo modo que la lluvia de partículas que recibimos del Sol. ¿Sabías que constantemente estamos atravesados por incontables y más que imperceptibles formas energéticas que constituyen nuestra “materia” desde un punto de vista cuántico?  Y que su “destino” es absolutamente aleatorio, en términos de cálculos de probabilidad. Si pegamos un “pequeño” saltito en la escala de los fenómenos perceptibles, eso quiere decir que podemos ser lo que queramos ser. Eso habla de la elasticidad de nuestra materia básica: la humanidad.

Sí, dije “humanidad” en sentido de materia y claro que suena a contrasentido, porque no hay nada más etéreo que “lo humano” ¿cierto? Al menos, a eso suena.

¿Por qué, entonces, tenemos esa suerte de empeño por “ser algo”? (Quizás por esa misma “etereidad”). Y de “tener algo” que, mejor, no lo menciono. Porque da igual, ser algo o tener algo asienta su sentido en el “algo” y no en los verbos. Es muy curioso esto de que, semánticamente, proposiciones tan distintas tengan una base común. Y algo quiere decir. Claro que hay que asumir la semiología no como un juego intelectual, sino existencial. Para eso, hay que ver los significados que están en juego. Bruto parlare: las cosas a las que nos referimos.

Repasemos un poco: ¿cuánto has leído sobre tu “ser”?, sobre qué y cómo sos, sobre qué y cómo deberías ser. Y sobre todo, ¿te ha interesado?

La enorme mayoría de las lecturas sobre el ser de lo humano versan sobre cuestiones éticas, conductuales. Uso “ético” porque tiene sentido de eso, conductual y me permite meter bajo su paraguas a todo lo moral, incluídas las distintas y variadas espiritualidades que, a su vez, incluyen las religiones, más todas las variadas concepciones sobre la conducta deseable que puedan existir.

Es que estamos acostumbrados a pensar lo moral con el peso que implica, una suerte de restricción, de freno a mis “ganas de ser”. Cómo son esas ganas no importa demasiado, sólo importa eso, ser, dejar expresar lo que de mí sale. Sin frenos, sin tener que revisarlo, porque sí, porque me viene en gana. Y ahí tenemos la biblioteca psicológica que se nos viene encima con sus explicaciones. No me interesa todo eso, no porque sea inválida y cuestionable, al contrario. Es que toda biblioteca te tira “algos” encima. Y aquí lo que me interesa resaltar es eso: el “algo” en sí mismo.

Por si no fui claro: crecemos rodeados de “algos” que nos proponen como moldes. Crecemos contra, a favor o bajo el peso de esos algos que conforman la mentalidad o imaginario que nos recibe en este mundo y va moldeando a mí y a los que me rodean.

El peso que tengan esos moldes (en plural, porque son varios) y su coherencia, la compatibilidad que tengan entre sí, van a determinar fuertemente cómo resulta cada uno en su capacidad de goce vital, de disfrutar el simple hecho de estar vivo, de ser lo que y cómo se es.

Todos esos algos son, también, miradas ajenas que nos controlan, comparan nuestro “ser” con esos algos en común y juzgan. De ahí el peso de los algos. De esas miradas depende la vigencia de los algos. Cuando acepto mirar como los algos condicionan a hacerlo, renuevo su fuerza, los actualizo y reproduzco. “Soy” ese algo que “somos”, los que lo compartimos.

Ese algo puede ser el color compartido de nuestra piel, nuestro origen común, la religión, nacionalidad, el club de futbol, por mentar los casos más trágicos en que comunidades enteras se han violentado unas a otras. Menciono el fútbol, sí ¿recuerdan el temor que sembraban los Hooligans en Inglaterra? O las tremendas peleas en nuestras canchas, aquí en el Cono Sur. Matar al diferente ¿por qué? Por una suerte de onda social que al mover en una dirección, afirma algo: ese algo que somos, la diferencia de la que estamos orgullosos. Afirmar lo distinto es confirmar el patrón, el estándar con que se califica. Ese patrón o estándar que nos da identidad. Hay parvas de literatura sobre esto.

Conocemos los extremos a los que se llega, absurdos cuando se los mira desde un punto de vista lógico: muerte al judío o al goi, al negro o al blanco, al indio o al blanco, al comunista o al chancho burgués, y así siguiendo. Todo depende del territorio que habitás, que es en realidad, la comunidad en la que vivís. Tan sólo caminar unas cuadras más allá y los términos de la contradicción se invierten.

Estas cosas llegan a un punto tal que los discriminados no se dan cuenta que no son los únicos,  llevados por la lógica de su opresor discriminan a su vez a otros discriminados en lugar de aliarse. O llegan al extremo de imitar a su opresor, como en el caso de la política sionista de Israel que convirtió a Palestina en un campo de concentración. O hay algunos olvidos que son notables: mientras el mundo se horroriza de los 6 millones de judíos asesinados por los nazis, no da cuenta de los incontables millones de negros víctimas de la colonización y de aborígenes americanos, de la conquista (lo que no hace menos horrible el Holocausto, no sea que me juzguen mal). O la naturalización que hace olvidar que se quitan de la vista a los que padecen severas discapacidades físicas (por aquí se los llamaba “cotolengos” a esos lugares de “internación”) o mentales. Se los ve de tal manera que parece que no llegan siquiera a ser distintos porque no hay punto de comparación, dado que “no tienen” lo que se supone común, una constitución física o mental reconocida como común.

Después de este periplo por las atrocidades discriminatorias llegamos al punto común: que se confunde el ser con el tener: se es blanco o judío o negro o lo que fuera, porque se tiene un color de piel, una ascendencia o lo que fuera que motive la distinción, en común. Es algo que me distingue y me identifica. Entonces soy un color de piel, una religión, una supuesta sangre, el intangible manto que recubre una porción geográfica y se llama nacionalidad. En síntesis, soy algo que no soy yo.

Paradójicamente, el tener estos atributos es el mismo que tener de las cosas materiales: una marca de auto o de patineta, una ropa determinada, un estilo de corte de pelo, dinero o lo que fuera. El tener ha sido degradado por todas las morales (y con justa razón), y sin embargo, lo que hacen es proponer otra cosa para tener, una etiqueta que me pongo para legitimar una pertenencia que me habilita la convivencia, el intercambio, la relación con una suerte de comunidad (no importa el tamaño ni la calidad) que me contiene y da un cauce para existir y hacerme sentir que existo. En suma, para afirmarme en lo vertiginoso e inasible de mi vivencia. En esa variabilidad que caracteriza la presentación de mí mismo, de ese yo que soy, en mi propia experiencia.

Tomemos como ejemplo (siempre necesitamos ver) esa gran diferenciación de “racismos” que hice. Los primeros, los racismos propiamente dichos, tienen en común que para una comunidad sus sostenedores son normales, participan de un estándar que los identifica. Y en todos los colectivos racistas-discriminados (para el caso, da igual) esa normalidad discrimina a los que no participan de las mínimas características físicas comunes: quienes nacen con defectos constitucionales o padecen “enfermedades” mentales son discriminados porque no sirven para nada, cosa que los “inferiores” sí, por lo menos son fuerza bruta. De modo que todos los colectivos que participan de la pandemia que es discriminar a otros por detalles, participan de una discriminación más básica y común a todos: la del discapacitado. Nobleza obliga, esto no sucede en algunas comunidades protodesarrolladas, que no participan de nuestra “avanzada” civilización. En otras, les ahorran la discriminación y los matan al nacer. Algunas creencias lo justifican como ahorrarles el sufrimiento.

Nuestra “normalidad”, la de la mayoría (en la que no participo ya, pero me formó) se sostiene en el “culto del cerebro”, que no es más que el viejo culto de la materia en sus manifestaciones más modernas y cientificizadas. No me refiero al materialismo simple sino a algo más sutil y no advertido cotidianamente (porque sí se lo ve en algunos círculos de investigadores): que se cree que lo material es lo real, cuando lo real es esa creencia como tal.

Dejo para otra oportunidad el entrar en este camino que propone lo imaginario, que es la región de la creencia. Baste decir que la creencia como tal es nuestro estado normal. Ya lo decía Ortega y Gasset en su “Ideas y creencias”, yo “sé” que la comisaría está a la vuelta de mi casa porque la he visto durante sesenta años pero hace un par de días que no la veo, así que bien pueden haberla demolido sin que me enterara y cuando no la vea, será una notable sorpresa. Porque yo creía que estaba allí. El ejemplo es el de Ortega pero más desteñido para hacerlo creíble. Él es más radical. Hay que leerlo.

Volviendo al hilo del asunto, los “ismos” pueden ser infinitos e infinitos sus opuestos, los “anti-“. Ya vimos que lo que sostiene los ser-algo tienen cuerpos que, a su vez, fundan nuevos “anti-“ los que son percibidos como diferentes. Sin embargo, todos, los discriminadores y discriminados, creen. Todos creemos algo. Es la base de esa frase que he usado en otras notas: somos materia de sueños.

Esa materia de sueños nos es común a todos los humanos y, en abrumadora mayoría, la desconocemos, sea porque no tenemos dato –ni perceptual ni intelectual- o porque descreemos del dato. Sea como fuere, esa intangibilidad de la creencia como tal, es la misma intangibilidad de nuestro ser, de lo que somos.

Ese lo que ha sido designado de distintas maneras, ese creer que funda nuestro emplazamiento en el mundo es un aspecto de lo que llaman sentido. Quizás sea el aspecto activo de lo sentido ante el mundo. Los humanos aportamos algo nuevo en el universo y ese algo es el sentido. Que tiene que ver con lo sentido, con lo que sentimos, con la materia que surge a partir de nuestra sensibilidad. Con eso que sirve de sustante o soporte para todos los algos que motivan las diferentes creencias.

De modo que no se trata sólo de hacer lugar al diferente sino de reconocer la diferencia como la característica básica de los individuos frente a cualquier uniformidad en que podamos participar. Porque aún en la uniformidad somos diferentes. Eso solo habilita el reconocimiento de que más allá de esos algos que nos diferencian, somos iguales.

Todo este razonamiento pretendidamente lógico sirve para fundar lo que dice el título de la nota ¿no es mejor afirmarse en el reconocimiento de lo común? antes que buscar incansablemente lo que nos diferencie, para obtener esa misma afirmación.

Aunque más no sea porque somos todos distintos, podemos reconocernos en ese distinguirnos unos de otros. Esa variabilidad que nos caracteriza individualmente es la nota distintiva de nuestra humanidad, eso que somos más allá de nuestras diferencias.

La lógica hace las cosas fáciles pero en la práctica, no es tan así. Nada tan difícil como reconocerme humano, que es lo que habilita el poder reconocer esa misma humanidad en otros.