RELATO

 

Por Miryam R-Izquierdo

I

En Luxemburgo el verano está escondido.  Parece que nunca llega, pero lo que hace es mantenerse agazapado, como temeroso de dejarse sentir y revelar, con su luz, el esplendor que la ciudad puede llegar a tener.  Por eso, el estío luxemburgués se asoma con timidez los viernes de junio, en los que impone un sol de horas continuas y hace subir los termómetros hasta el mismo nivel en el que, en sentido inverso, se acortan algunas faldas.  Luego, sin previo aviso y sin conceder tiempo para predicciones, el verano se repliega y el cielo vuelve a ser gris.  Los vientos huracanados, que siempre soplan en las colinas circundantes, comienzan a esparcir ráfagas de frío.  El calor se aferra al suelo en forma de humedad y, al cabo de un rato, cede y se rompe en una marabunta de agua y truenos que hace llorar de miedo a los niños de dos años.

Germán no sabía nada de esto cuando llegó a Luxemburgo, pero no tardó en descubrir que en aquel lugar la primavera se resistía a salir de su escondrijo y que, allí, el cielo era de color gris durante la mayor parte del año.  En teoría aquello no suponía problema alguno para él.  Por más que su juventud hubiera transcurrido en un Madrid de azules diáfanos, era de origen asturiano y llevaba tatuada en su piel la fresca pelusilla del orvallo.  Una instantánea del mar de Gijón, con su hondura azul y su arena blanca, se mantenía apegada a sus sienes cual persistente memoria y en Luxemburgo a veces ese recuerdo lo llenaba todo.  No solo la brisa del Cantábrico, sino su sal, su compañía… era lo que más echaba de menos en aquel país de molde, encajonado entre tres fronteras.  Un primer domingo de mes, para ser más exacto el del mes de mayo, deambulando por el mercadillo de antigüedades que se despliega en la plaza de Guillermo II, Germán vio un pequeño cuadro con el relieve de una barca de pescadores sobre la playa.  El lienzo estaba allí, en aquel baturrillo, entre las múltiples baratijas, muebles polvorientos y piezas de porcelana desparejadas que estaban a la venta.  Sin que pudiera evitarlo, un dolorcillo amargo se le instaló a Germán en los lagrimales y en sus oídos sonaron caracolas.  Esa tarde la pasó encerrado en casa.  Mientras oía cómo la lluvia golpeaba los cristales de su ventana, releyó aquella novelita de Julián Ayesta, Helena o el Mar de Verano, que lo acompañaba siempre que estaba fuera.  El texto le devolvía, entre sus líneas, la humedad de la pleamar con su sabor a conchas.  Y es que en Luxemburgo Germán tenía nostalgia, pero sobre todo se encontraba solo.

Cuando lo despidieron del banco en el que trabajaba en Madrid, su novia, María, puso el grito en el cielo.  Germán intentó hacerle ver que había sido una regulación de empleo, que poco podía haber hecho él para evitar su cese y que si había que culpar a alguien era a la crisis, al Banco Central Europeo o al gobierno de España, pero no a él.  Sin embargo, para María eso de tener un novio en paro, cuando el resto de sus amigas ya se estaba casando, representaba un absoluto y estrepitoso fracaso.  A pesar de que ella misma era una opositora eterna que a sus treinta y un años aún no había cotizado ni una sola hora a la Seguridad Social, no podía soportar que su prometido fuera, eso, un desempleado entre muchos, uno más de los que todos los meses hacían cola en la oficina de empleo, disponiendo de una insuficiente prestación y bastante menos dinero del que ella se había acostumbrado a gastar.  Gracias a las reiteradas promesas de Germán de que encontraría empleo pronto, María acabó por conformarse con la nueva situación, pero se pasó varias semanas sin hablarle y luego varios meses sin ni siquiera darle un beso.  La posibilidad de tener sexo ni se mencionaba.

Al cabo de un año y medio por fin surgió una oportunidad para Germán.  Fue a través de su antiguo jefe en el banco, que había fichado por una entidad financiera de cierta importancia y en la que buscaban un español experto en bolsa, con buen inglés y conocimientos de francés, para la oficina de Luxemburgo.  Germán no solo tenía la formación, la nacionalidad y los idiomas, sino que era un empleado muy discreto, eficiente y como persona transmitía confianza como un don natural.  Tanto Germán como su jefe, su familia y sus amigos, celebraron la suerte de haber recibido una oferta así sin ni siquiera buscarla, dando por seguro que el traslado a Luxemburgo en plena crisis financiera nacional era lo mejor le había podido ocurrir.  María, por su parte, no lo dudó ni un segundo: le pareció un despropósito y se negó a mudarse con él a ese país que, ¿dónde estaba?, ella ni siquiera lo ubicaba en el mapa.  María no hablaba francés y ¿qué iba a hacer allí?, sin amigos ni familia, sin su profesor de yoga, la monitora de pilates y el preparador de la oposición.

“Pues estar conmigo” –pensó Germán con tristeza. Al parecer para María eso no significaba nada.  Pero era su novia y él la quería.  La tenía que entender.

Germán se trasladó a Luxemburgo a principios de enero y María se quedó en Madrid.  Ella prometió visitarlo, en cuanto pudiera darle un descanso a las exigencias del estudio, y él se comprometió a volar a Madrid cada dos o tres fines de semana.  Ya le habían contado que la vida en Luxemburgo era monótona y que fuera del trabajo había poco que hacer.  Y así era.  Las condiciones de su puesto como responsable de carteras españolas e iberoamericanas eran inmejorables, pero la rutina de aquella fría y hermosa ciudad era un auténtico aburrimiento.  Germán se acostumbró a ir a nadar entre semana a la piscina de Le Coq, que estaba muy cerca de su oficina en el barrio de Kirchberg.  Entre eso y conectarse para hablar con María, los amigos o la familia, se le iban las tardes, que por otro lado acababan pronto.  Los fines de semana que no conseguía vuelo para Madrid, paseaba o dormía horas y horas, como si los sábados y los domingos lo convirtieran de nuevo en bebé por un hechizo mágico.  La primavera no mejoró el clima, pero al menos a principios de abril Germán consiguió dejar el apartahotel en el que se había estado alojando, en la zona de Belair, para mudarse a un apartamento alquilado en Limpertsberg, la colina de luxemburguesa de moda.  Fue entonces cuando se empezaron a distanciar en el tiempo las visitas a Madrid.  Primero porque Germán tuvo que dedicar unos cuantos fines de semana a cuestiones domésticas, como comprar cosas que le hacían falta para la casa y organizar el reducido espacio habitable.  Luego porque resultó que, aunque el tiempo no acompañara, el minúsculo aeropuerto de Luxemburgo empezó a tener más tránsito de viajeros, pero no mucho más tráfico aéreo, por lo que cada vez costaba más trabajo y dinero encontrar billete.  El enlace de bajo coste del aeropuerto belga de Charleroi con España podía haber sido una opción, pero no siempre había buenos ajustes horarios y Germán, que trabajaba el viernes por la tarde, debía estar de vuelta el lunes por la mañana.  Viajar en primera siempre era una posibilidad, pero María se negaba.  Nada de gastos desorbitados, decía, porque tenían que ahorrar para la boda, lo cual quería decir que tenía que ahorrar él porque ella, con su oposición, solo aportaba gastos a las finanzas comunes de la pareja.

Entre unas cosas y otras, llegó el mes de junio. Lo hizo sin que la primavera se hubiera declarado en rebeldía real frente a los cielos grisáceos y sin que Germán y María se hubieran vuelto a ver desde finales de marzo.  Ella no había llegado a viajar a Luxemburgo en los seis meses que su novio llevaba allí y él, por ahorrar para casarse con su remota novia, tampoco había vuelto a aparecer por Madrid.  Sí que hablaban todos los días, aunque cada vez con más frecuencia llamaban “hablar” a lo que en realidad no era otra cosa que intercambiar mensajes por el teléfono.  Nada de verse al menos en la pantalla del ordenador con cualquier aplicación de voz y vídeo, nada de susurrarse cosas por un auricular, nada de intercambiar confidencias… El sexo ni se mencionaba. Y Germán empezaba a estar desesperado.  No sabía si ella era capaz, pero él no podía seguir así.  Decidió que aguantaría hasta finales de agosto y durante el par de semanas de vacaciones que le concedían en el trabajo abordaría el tema.  El plan para esos quince días, como siempre, era ir a Torrevieja, a la casa de veraneo de los padres de María.  Pero Germán tenía claro que ese año iba a ser distinto.  Se la llevaría a Asturias, aunque ella nunca quería ir allí, y mucho menos en verano.  Pero esta vez la convencería.  Pasarían sus vacaciones solos, los dos, en la casa de sus abuelos en Llanes.  Y ahí, frente al Cantábrico, María no podría negarse.  Tenían que casarse y hacerlo ya.  Ella tenía que estar a su lado, ser su mujer, mudarse a ese ambiguo extranjero europeo, que para él tenía mucho de hogar, y así vivir juntos por fin en esa ciudad insertada entre verdes montículos, con sus lindes de árboles que marcaban dónde estaba el fin del espacio urbanizado y dónde el principio de un “otro mundo”, pausado y místico, habitado por pequeñas hadas, duendecillos calzados con regaliz, mosquitos gigantes y caracoles alados.

Germán estaba decidido y, mientras llegaban las vacaciones y no, se propuso hacerse fuerte en la distancia.  Se impuso ver a María, desde un prisma nuevo, como alguien a quien él podía doblegar en lugar de como alguien ante quien él se doblegaba de continuo.  Tanto tiempo sin verla le hacía, por el contrario, verlo muy claro: aquello iba mal.  Pero era su novia y él la quería. Eso iba a ser así, ocurriese lo que ocurriese.  Y de hecho así fue hasta que Germán conoció a Matilde, el último viernes de junio, en el Café del Trams.

II

El Café des Tramways se ubica en una esquina de la avenida Pasteur, una de las varias rúas que ascienden y descienden la colina de Limperstberg, donde, al igual que en todas las de la ciudad, los vientos soplan huracanados mientras los luxemburgueses se empeñan en vivir en ellas como si el tiempo se hubiera detenido y los días se sucedieran, unos tras otros, todos igual; como si diera lo mismo que en aquellos barrios solo existieran supermercados que cierran a las seis, pequeños restaurantes semivacíos, una oficina de correos siempre a oscuras, una inmobiliaria sin clientes, una sucursal de  banco sin actividad y ni un solo perro vagabundo que anduviese perdido.  Flanqueada por casitas unifamiliares y discretos edificios residenciales pintados de gris piedra o blanco marrón, la avenida Pasteur conecta el término norte de la ciudad y su acristalado centro, con una cuesta suave y un trazado que quisiera ser sinuoso sin atreverse a serlo.  Y justo a la mitad de ese recorrido, tanto si se hace de ida como si se hace de vuelta, sin tener en cuenta el lugar desde el que se parta, la avenida hace esquina con la calle de la condesa Emersinda.  Eso es algo que se averigua de inmediato al encontrarse uno ante un bajo relieve con el busto de Emersinda y una inscripción explicando cómo fue ella quien otorgó a la ciudad sus cartas francas, allá por el ocaso de la Edad Media.  En diagonal al noble busto de piedra hay uno de esos pequeños restaurantes semivacíos que abundan en la colina.  Y frente por frente está el Café des Tramways, en contraste con el anterior siempre repleto.  Todos los parroquianos lo conocen como el Café del Trams o el Trams, a secas, lo que lo hace más íntimo y familiar por más que siempre haya algún visitante extraño que, curioso, se pare y, ante lo inusual de su lleno, se anime a entrar.  En el Trams se escucha jazz.  Y a veces blues.  Aunque se llame así no es un café, sino más bien es un bar, donde no se merienda, sino más bien se picotean a modo de cena finísimos Flammkuchen de nombre alemán, tablas de quesos de tierras francesas, sándwiches troceados de seña internacional servidos en platos alargados y  contundentes hamburguesas de buena carne luxemburguesa.  Se beben pintas de varias clases y copas de vino de según qué color, rojas, anaranjadas, amarillentas, mientras algunos fuman en la puerta y ocupan los veladores con animada conversación, y otros, en el interior, hacen lo propio en tono algo más quedo, cuidando el ambiente para que siempre, de fondo, se escuche sin esfuerzo sobre el fondo de murmullos lo que sea que toque esa noche, quizás sea jazz, quizás sea blues.

Germán se acostumbró a dejarse caer por el Trams casi todas las tardes al volver del trabajo, después de nadar o de hacer la compra y siempre antes de cenar.  Lo había descubierto nada más mudarse a Limpertsberg, un sábado por la tarde.  Caminaba hacia el único supermercado de la colina, dos manzanas más abajo del busto de Emersinda, cuando se topó de bruces con el local.  Acababan de dar las cinco y el café, recién abierto, estaba lleno.  A Germán se le dibujó en los labios una sonrisa.  Por fin había encontrado un sitio en el que una calidez casi mediterránea rompía la gélida amabilidad de Luxemburgo.  Sin pensárselo dos veces, hizo su adopción.  El Trams sería “el bar del barrio”.  En Madrid siempre había tenido uno y echaba de menos en sus rutinas esos espacios de acogida y descanso.  Así, a la altura del mes de mayo, Germán era ya un habitual de los atardeceres del Trams y se hizo miembro de pleno derecho de un grupito de fieles que, como él, sostenían con placer vasos de Bofferndig o Battin mientras charlaban sobre rugby, restaurantes o mujeres, aquellos que las tenían nunca sobre las suyas y los que no, sobre las de otros.  Por fin Germán tenía en Luxemburgo algo parecido a una familia.  Y, aun así, le faltaba algo.

Aquel viernes, último de junio, Germán salió del banco hacia las siete y media, algo más tarde de lo habitual.  Aunque entre semana acostumbraba ir al Trams con el mismo traje de la oficina, los viernes solía ir primero a su casa, al final de la colina en Siggy vu Lëtzebuerg, se daba una ducha tranquila y se ponía ropa de sport para alargar la noche sintiéndose cómodo.  Ese viernes hizo lo mismo, aunque algo más deprisa para no perder mucho tiempo, pues los colegas debían estar ya en el Trams y él tenía unas ganas locas de echar unas risas y desconectar de todo.  Antes de salir de casa comprobó que tenía varios mensajes de María en el teléfono.  Se dijo que los contestaría mientras caminaba hacia el Trams, colina abajo, pero durante el trayecto recibió una llamada de su jefe, pidiéndole aclaración sobre unos asientos, y la conversación lo dejó sin batería.  Hasta la vuelta no podría ver los mensajes de su novia ni tampoco darles respuesta, pero quizás alguno de los habituales llevase con él un cargador…  o quizás fuese buena idea desentenderse, por una noche, de las cosas de María, de sus interrogatorios sobre el curso de su día, de sus lamentos por la escasa probabilidad de que se convocase su oposición y de la todavía más escasa y remotísima posibilidad de que ella cediera a sus ruegos, apareciera allí en cualquier vuelo, por muy caro que fuese, y pudieran tener, por fin, algo de sexo.

Acabó deseando que ninguno de sus colegas tuviera a mano un cargador.  Sin embargo no hubo oportunidad de pedírselo a ninguno de ellos, porque cuando Germán llegó al Trams no había nadie.  En realidad había bastante gente, el local estaba hasta arriba y los veladores de fuera a reventar, pero ninguno de los habituales se encontraba entre el público. Iba a llamarlos o a ver si le habían enviado algún mensaje, cuando recordó que no tenía batería.  Decidió esperar.  Se dijo que no tardarían en llegar, por más que fuera extraño que ninguno de ellos lo hubiera hecho con la hora que era.  Germán se acodó en la barra.  Dentro del bar apenas quedaba libre una mesita de dos, una de las de dentro, justo pegada a otra en la que una chica morena de pelo lacio escribía en una libreta.  Germán pidió una cerveza y esperó.  Allí no aparecía nadie.  Al cabo de media hora pidió otra.  Se concentró en los sonidos del blues y consiguió no pensar en nada.  Cuando se hubo terminado la segunda cerveza, dudó entre volverse a casa o pedir algo de comer, para así hacer tiempo y dar a los habituales una última oportunidad.  Optó por lo segundo.  Encargó en la barra una hamburguesa, acompañada por una tercera pinta, y le indicó al camarero que se sentaría en la mesita de dos que estaba libre junto a la ventana, para cenar algo más cómodo.  El camarero se llevó dos dedos a la frente con la señal de “a la orden” y Germán se dirigió hacia la mesa.  Aunque el café estaba repleto, y entre las dos mesitas, que estaban hermanadas, había una mínima separación, Germán tuvo la impresión de que estaba a punto de meterse en la intimidad de la chica morena de pelo lacio que escribía en una libreta.  Se sintió obligado a preguntar:

–Excusez-moi –dijo en su francés de sonoridad españolizada, al tiempo que señalaba la mesita libre–.  C´est bien pour vous?

La joven levantó los ojos de la libreta y le dedicó a Germán una enorme sonrisa.

–Bien sûr –dijo con una “be” y con una “ese” perfectamente francesas y a continuación volvió a sonreír–. Eres español, ¿verdad? –le preguntó a Germán para sorpresa de este.

Aquello sí que había sonado perfecto.

–Claro –contestó Germán mientras tomaba asiento-.  De Gijón.  ¿Y tú?

–Yo de Cádiz.  ¡Qué casualidad!

–¿Casualidad? –se extrañó Germán, divertido.

–Sí –explicó ella–.  No se encuentra a gente de mar por estas tierras.  ¿No me dirás que estando aquí no echas de menos la playa?

III

Hablaron de cosas intrascendentes, como los inconvenientes de esos vuelos de bajo coste que conectaban Charleroi, en Bélgica, con algunos aeropuertos de España y que tanto a Germán como a Matilde les espantaban.  También de otras de muy serias, como la tesis doctoral que estaba escribiendo Matilde, que era sobre el tránsito de Víctor Hugo por tierras luxemburguesas y sobre la influencia del paisaje de Vianden, al norte del país, en alguno de sus escritos.  Germán echó un ojo al cuaderno en el que Matilde había estado escribiendo, tan concentrada hasta que él la interrumpiera.  Se lo había dejado abierto, sobre la mesa, de manera algo descuidada.

–¿Es sobre eso sobre lo que escribes ahí? –le preguntó.

Matilde rodeó con el brazo los garabatos que lucían sobre las hojas abiertas, para que ni una letra de lo allí escrito se dejara ver.

–No –dijo–.  Aquí escribo cosas.  Cosas que quiero que pasen.

–¿Cómo un diario? –quiso saber Germán.

–No, no como un diario.  Todo lo contrario.  No sé si lo entenderías –contestó.

A Germán aquello le pareció una forma de coqueteo.  Y le gustó. Pero no insistió en que le dejase ver lo que había escrito.  El misterio era seductor.

La conversación se prolongó hasta las doce, hora en la que los camareros del Trams los interrumpieron con activas indirectas: empezaron a barrer el suelo, a poner las sillas del revés sobre las mesas, a recoger los vasos que quedaban en las estanterías de fuera, a limpiar la barra y a bajar el volumen de la música, hasta que Germán y Matilde pudieron oír el eco que sus voces hacían en el local cerrado.  Era hora de irse.  Germán se sentía obligado a acompañar a Matilde.  Quería hacerlo, era más.  Solo tenían que recoger su coche en casa, en la calle Siggy vu Lëtzebuerg, al final de Limpertsberg.  Él la acercaría a donde ella le dijese.  ¿En qué barrio vivía? ¿Sola? ¿O con quién?

–¿Siggy? ¿Ahí está tu castillo? –le preguntó Matilde cuando tras ellos se cerró la puerta del Trams.

Germán asintió, algo nervioso.

–Entonces, está claro: tú eres Sigfrido –dijo ella con convicción–.  Y yo hoy seré Melusina –concluyó–.  ¿Te parece un buen trato?

German sonrió de la manera más amplia que se puede sonreír.  Conocía la leyenda del conde Sigfrido de las Ardenas, quien, tras ser seducido a orillas del río Alzette por la sirena Melusina, decidió construir sobre la roca de Bock un castillo en homenaje y por amor a ella.  Aquella construcción había sido la primera fortaleza del enclave, el origen de lo que luego se convertiría en la ciudad de Luxemburgo.  Melusina había cambiado el rumbo de Sigfrido y Matilde el de Germán.  No sería él quien la acompañara a ella.  Sería al revés.

Caminaron colina arriba sin que entre ellos tuviera que mediar una palabra.  El sexo no hubo ni que mencionarlo.  Había estado ahí, ganando espacio entre ambos desde la primera frase de Germán o desde la primera mirada de Melusina, segundos antes o después, ninguno de los dos había medido el tiempo ni les importaba quién había seducido a quién.  Durante el camino hacia Siggy, el espacio ocupado por el sexo se fue ensanchando a medida que la distancia entre ellos se estrechaba, de manera que, al llegar al pequeño apartamento de Germán, en la cima de Limpertsberg, el espacio tomado era tan amplio, y el que había entre sus cuerpos tan reducido, que las ropas les sobraban y respiraban con dificultad, todo a causa de la asfixia que aquel delicioso ocupante les estaba imponiendo.  Esa segunda conversación, la de los cuerpos, también se prolongó, pero esta vez nadie vino a interrumpirlos.  Continuó hasta que cada uno de ellos recuperó el ritmo normal de su respiración y, con ella, su propio espacio.  Luego ambos se durmieron.

Alrededor del mediodía siguiente, Germán se despertó.  El lado de la cama en el que Matilde había caído rendida estaba vacío, por lo que él dedujo que la chica se había ido sin hacer ruido.  No se habían cambiado los números de teléfono.  No sabía dónde se alojaba.  Luxemburgo era una ciudad pequeña, pero no tanto como para que fuera fácil localizar a alguien con la única referencia de que era española, añoraba Cádiz, tenía el pelo oscuro y los ojos como estrellas. Fue entonces cuando oyó el ruido de la ducha.  Un olor a enjabonado lo envolvió de sopetón, como si estuviera oliendo sábanas en un anuncio de suavizante concentrado.  Se incorporó un poco y entonces vio que la ropa de Matilde estaba sobre la cajonera de su cuarto.  Respiró complacido.  Dedujo que ella se había levantado y se había metido en el cuarto de baño a asearse, sin atreverse a despertarlo.  Germán volvió a recostarse.  Se le ocurrió que podría sorprenderla, abrir la puerta del baño y compartir la ducha con ella.  La sola idea lo excitó, pero, tras recrearse en la visión imaginada del cuerpo de Matilde empapado, se reprimió y decidió no hacerlo.  No la conocía apenas, podía incomodarla y provocar que quisiera irse.  Y él lo que deseaba era que se quedara.  Según contaba la leyenda, Sigfrido había perdido a Melusina por no haber resistido la tentación de adentrarse en los aposentos privados de la sirena, que le habían sido prohibidos.  Al verse descubierta en su desnudez, Melusina había desaparecido y se había sumergido para siempre en las aguas del Alzette, de donde provenía.  Germán aún no había pensado qué era lo que iba a pasar con Matilde, pero no quería que desapareciera para siempre.  De eso estaba seguro.

El monótono sonido del agua, cayendo y cayendo desde la alcachofa último modelo, unido a los sopores, el haber dormido poco, la calidez del día y los efluvios de la felicidad, hicieron que Germán se adormeciera de nuevo.  Cuando volvió a abrir los ojos, el apartamento estaba en silencio.  La luz de la tarde entraba a raudales por la ventana del dormitorio y la ropa de Matilde ya no estaba.  Germán saltó de la cama y se dirigió hacia el pequeño salón, donde no había pérdida ni lugar donde esconderse.  Ni rastro de ella.  Maldijo su suerte, su prudencia y se maldijo a sí mismo por no haber cedido a la lujuria, por no haber irrumpido en la ducha, por no haberla retenido allí, con él, en el castillo que había construido para ella sobre una roca sin nombre.  Matilde se le había escurrido entre los dedos como se escurrían los camarones en los charcos del mar entre las rocas.  Matilde había sido su sirena por un día.  Tal como había dicho: “yo hoy seré Melusina”.  Y así había sido, tal cual.  Germán regresó a la alcoba, cogió sus pantalones, taciturno, y buscó el teléfono móvil.  Estaba sin batería desde el día anterior.  Lo enchufó para cargarlo y, mientras el aquel aparatejo del demonio se encendía y él introducía la contraseña, pensó que quizás en la Universidad de Luxemburgo pudieran darle alguna referencia de Matilde.  No debía haber muchas españolas haciendo una tesis doctoral sobre “Víctor Hugo en Vianden” y aquella universidad era pequeña.  Fue a coger el portátil para buscar en Internet los datos de contacto del Departamento de Literatura, o de Literatura Francesa, el que fuera, pero luego cayó en la cuenta de que era sábado.  Volvió a maldecir por ello y otra vez lo hizo cuando las alertas de mensajes y llamadas perdidas de su teléfono móvil empezaron a repicar como locas, para después tocara muerto.

¡María! –exclamó Germán, mientras se golpeaba la frente con la palma de la mano como única manera de volver a la realidad.

Solo de María tenía ochenta y dos mensajes de texto y dieciséis llamadas perdidas.  Luego había muchas más, pero las otras no despertaban ninguna zozobra culpable.  Su novia estaría furiosa por no haberlo localizado.  Por un instante Germán quiso pensar que, igual, más que furiosa, María estaría preocupada.  Pero en seguida recapacitó.  La conocía bien y, si en algún momento, en su fuero interno, la preocupación por él le había ganado el terreno al enfado, las tornas se cambiarían en cuanto ella viera las confirmaciones electrónicas de los ochenta y dos mensajes de texto y Germán le devolviera, de golpe y solo con una, las dieciséis llamadas perdidas.

Se paró a reflexionar.  ¿Qué iba a hacer?  ¿Se lo iba a contar?  Lo de Matilde no había significado nada.  Al fin y al cabo, no había sido más que un remake contemporáneo de la historia del conde Sigfrido y Melusina, la sirena.  No había habido nada más que eso, un encuentro sexual pasajero, fruto de la nostalgia y la abstinencia.  ¿Qué más daba un solo desliz, uno solo, en el curso de una relación formal, de las de para casarse, que duraba desde hacía más de seis años?  ¿Qué importancia tenía?

“Ninguna” –se dijo Germán–.  “Porque a María le daría igual”.

Apagó otra vez el teléfono. Era su novia y él la quería, pero ella no lo quería a él.

No tenía ganas de hablar, y menos con ella, así que dejó el móvil apagado toda la tarde.  Comió algo, se dio una ducha y luego le escribió a su novia un correo electrónico en el que le decía, a modo de telegrama, que se le había averiado el teléfono, que no se preocupara, pues él estaba bien, pero tenía que ayudar a un amigo con una seria crisis de soledad.  En cuanto pudiera, le haría saber de él. Sin esperar a que María le respondiera, cerró el portátil y salió de su casa en dirección al Trams. No confiaba en que Matilde estuviera allí.  Pero, ¿y si estuviera?  De seguro, se dijo, se encontraría con los colegas, los habituales, los del grupo.  Tenía llamadas perdidas de algunos de ellos.  Dos días seguidos no podían faltar y menos todos.  Era sábado.  Alguno debía haber allí ya, con una de Bofferding en la mano.  Pero, ¡a qué engañarse!  A quien de verdad quería encontrar era a Matilde.

Cuando llegó a la esquina de Emersinda, Germán se dio de bruces con los habituales. Lo saludaron haciendo aspavientos en varios idiomas, cada uno en el suyo natal.  ¿Dónde se había metido la noche anterior?  Habían estado esperándolo en el bar para ir juntos a Gasperich.  ¿No se había acordado?  El español tenía memoria de pez.  Una chica a la que varios conocían daba una fiesta en su casa, en aquel barrio del sur y los había invitado a todos.  Lo habían estado llamando, pero el móvil de Germán no daba señal.  Lo habían pasado en grande.  Se lo había perdido  ¿Qué había sido de él?

Germán hizo memoria como pudo.  Tenían razón, lo había olvidado, lo de la fiesta y lo de cargar la batería del móvil…  memoria de pez.  Se había enredado en el trabajo.  Había llegado al Trams más tarde de lo normal.  No los había encontrado.  No los podía llamar…  Los habituales se rieron.  Que se pidiera una pinta, le dijeron, y se dejara de excusas.  Lo sabían todo.  Al llegar al bar hacía un rato, uno de los camareros les había preguntado por el español pues, según les había explicado, la chica con la que Germán había estado cenando la noche anterior se había dejado algo allí, un libro, una agenda, un cuaderno, algo así.  Parecía que por fin el españolito se había lanzado.  Ninguno se explicaba cómo podía haber estado meses y meses en barbecho, sin ligar, esperando a que lo visitase su mujer…  ¿De verdad la tenía?  Todos se carcajearon, ¡bribón!, y le dieron palmaditas en la espalda, mientras a Germán se le abría con el sonrojo una puerta a la esperanza.

Los dejó un momento fuera, junto a la puerta, donde estaban reunidos bebiendo y fumando, y entró en el local.  Se acercó a la barra y, sin pensarlo dos veces, mintió al camarero. Sí, era cierto, la chica con la que había estado allí cenando la noche anterior se había olvidado algo y solo se había dado cuenta de lo que le faltaba cuando él la había dejado en su casa.  No, ella no iba a ir ese día por el Trams, pero le había pedido a Germán que si encontraban el cuaderno, se lo recogiera.  ¿Podían dárselo?  Él mismo se lo entregaría en mano a su propietaria en cuanto se vieran.

El camarero no puso objeción alguna.  Sacó de debajo de la barra la libreta de Matilde y se la dio a Germán.  Luego le puso una cerveza.

Germán abrió el cuaderno, ansioso.  En él tenía que haber alguna indicación, alguna pista para encontrarla.  Ni ella era Melusina ni él Sigfrido.  Su historia no podía acabar igual que la de aquellos personajes de leyenda.

“Cosas que quiero que pasen”, ponía en la primera página.

Germán recordó las palabras de Matilde la noche anterior.  Aquel parecía ser el título de lo que ella había estado escribiendo mientras él dudaba si irse a dormir a casa o si quedarse en el Trams.

Era una especie de relato, uno que para él era conocido.

Y comenzaba así:

“En Luxemburgo el verano está escondido.  Parece que nunca llega, pero lo que hace es mantenerse agazapado, como temeroso de dejarse sentir y de revelar con su luz todo el esplendor que la ciudad puede llegar a tener”.

 

Luxemburgo, junio de 2015; Sevilla, septiembre de 2015