Es imprescindible escuchar a los científicos, quienes llevan años alertando del riesgo de las armas nucleares.

Por Carlos Umaña*

Estos son tiempos difíciles. Estamos en una crisis sanitaria y económica que tiene al mundo tenso y encerrado y que ha develado varias crudas realidades, incluida cuán vulnerable es el actual sistema social global. No obstante, debemos entender que aunque esta crisis fue provocada por un virus, su origen es político, no biológico. Surgió porque varios gobiernos desestimaron e ignoraron las advertencias de los científicos y de los profesionales sanitarios.

La lección más importante que debemos aprender de esta pandemia es que la ciencia no debe ser ignorada y, una y otra vez, la ciencia ha emitido advertencias detalladas sobre las armas nucleares. No obstante, con las armas nucleares, los riesgos son muchísimo más elevados.

Desde hace décadas, varios profesionales sanitarios han descrito las terribles consecuencias humanitarias de las detonaciones nucleares y han señalado los riesgos que conlleva la existencia de los actuales arsenales nucleares.

Estas bombas son destructivas de una forma singular: la devastación que causan abarca tanto el espacio como el tiempo. Las ciudades bombardeadas se volverían inaccesibles e inhabitables durante muchos años y los efectos atroces de la radiación aguda y crónica no solo afectarían a los sobrevivientes a lo largo de sus vidas -con varios tipos de cáncer y enfermedades crónicas- sino también a su progenie, que tendría un alto riesgo de sufrir graves defectos genéticos y congénitos, así como un mayor riesgo de cáncer. No hay ninguna posibilidad de primeros auxilios, ya que la mayoría de los trabajadores sanitarios habrán muerto, la mayoría de los hospitales, clínicas e infraestructura de comunicación habrán sido destruidos, y la radiación imposibilitaría el ingreso de ayuda médica externa para las víctimas de una detonación nuclear. Las víctimas que padezcan lesiones, quemaduras y las terribles manifestaciones del síndrome de radiación aguda sufrirán y morirán solas. Además, una explosión nuclear a una gran altitud crearía un pulso electromagnético que inhabilitaría la mayoría de los dispositivos eléctricos dentro de un radio mucho mayor que la devastación física de la explosión nuclea. Esto causaría fallas generalizadas de automóviles, computadoras, teléfonos y telecomunicaciones. El mundo, tal y como lo conocemos, cambiaría radicalmente.

Algunos climatólogos han determinado que una guerra nuclear «limitada» -una causada por 100 armas nucleares con una potencia igual a la de Hiroshima detonadas en ciudades en una guerra entre India y Pakistán- no solo mataría y lesionaría a varios millones de personas, sino que el hollín y los escombros que se elevarían a la atmósfera taparían la luz solar y reducirían rápidamente la temperatura en la biosfera global. Esto afectaría la producción de granos básicos (arroz, trigo, maíz y soya) en todo el mundo, lo que provocaría una hambruna que mataría a alrededor de 2 mil millones de personas, principalmente en los países del sur global, en su mayoría ubicados lejos de donde se dio el conflicto original. La escasez de suministros de alimentos y la consiguiente especulación de precios aumentaría la probabilidad de conflictos armados e incluso de una guerra nuclear a gran escala. Dicha guerra, además de matar a decenas de millones de personas, generaría un invierno nuclear que causaría la extinción de muchas especies, quizás incluso de la nuestra.

La recuperación de una guerra nuclear a gran escala sería imposible. El único camino sensato es prevenirla.

Los científicos también nos han dicho que el riesgo de que esto ocurra es cada vez mayor. El «Reloj del Apocalipsis», creado por el Boletín de Científicos Atómicos –un reloj simbólico que mide una catástrofe mundial provocada por el hombre en minutos a la medianoche- marca, para 2020, la medianoche menos 100 segundos. Este riesgo -el más elevado de la historia- se debe a la retórica incendiaria de los líderes de los países nucleares y a la facilidad con la que hacen amenazas nucleares, a la creciente crisis climática y su potencial para generar y agravar conflictos bélicos, y al riesgo cada vez mayor de detonaciones nucleares accidentales.

Solo en el arsenal estadounidense se han registrado más de 1000 accidentes, 6 de los cuales casi han resultado en una guerra nuclear. De las casi 14.000 ojivas nucleares en el arsenal global actual, aproximadamente 1.800 permanecen en estado de alerta máxima, apuntando a ciudades y listas para ser detonadas en cuestión de minutos. La alta dependencia tecnológica hace que los sistemas de alerta máxima sean vulnerables a ataques cibernéticos y a errores humanos y técnicos. Este riesgo es tan elevado que los científicos del Future of Life Institute han determinado que la guerra nuclear más probable es una accidental. Es decir, el que hoy estemos vivos no se debe a un buen manejo de estos arsenales, sino a la suerte. Si no estamos dispuestos a apostar a que esta suerte durará para siempre, debemos eliminar la amenaza nuclear, y debemos hacerlo con urgencia.

Como armas, las armas nucleares no son prácticas. Sus efectos no se pueden controlar. No respetan las fronteras. No están hechas para destruir objetivos militares, sino para destruir ciudades y matar a muchísimos civiles. Usarlas sería acto suicida porque su uso desencadenaría una guerra nuclear, entonces realmente no se pueden usar en una guerra. El único valor real que tienen estas armas es la amenaza que representan, la carga semántica detrás de las palabras «potencia nuclear». En este sentido, la función esencial de las armas nucleares es ser un símbolo, y este símbolo se ha construido y mantenido a lo largo de los años con la participación y complicidad de todo el mundo, no solamente de los nueve Estados nucleares y sus aliados. Sin embargo, esto cambió hace poco.

El 7 de julio de 2017 en la ONU en Nueva York, 122 países -una clara mayoría de la comunidad internacional- votaron en favor de adoptar el Tratado sobre la Prohibición de las Armas Nucleares (TPAN). Este tratado -que prohíbe desarrollar, ensayar, producir, fabricar, adquirir de cualquier otro modo, poseer o almacenar armas nucleares- es el producto del empoderamiento colectivo de los Estados no nucleares, que han dejado la pasividad de lado y han asumido un rol activo como partes interesadas en el tema nuclear. Esta nueva forma de hacer política internacional -acuñada por una diplomática costarricense en la ONU como la democratización del desarme nuclear- fomenta la cooperación internacional y fortalece el régimen multilateral, ingredientes necesarios para enfrentar los desafíos apremiantes de la humanidad.

Más aún, el TPAN busca estigmatizar las armas nucleares a través de la prohibición, una estrategia que la historia ha comprobado que es efectiva, y el mecanismo mediante el cual se han abolido todas las demás armas de destrucción masiva – las químicas, las biológicas, las minas terrestres y las municiones en racimo-. Hoy en día no hay ningún Estado que se jacte de ser una potencia de armas químicas o que use armas biológicas en su doctrina de seguridad. Esto se debe a que una fuerte normativa internacional y un clima de condena moral han hecho que tales afirmaciones sean un tabú. Así es precisamente cómo este tratado ya está comenzando a tener efecto, incluso antes de su entrada en vigor.

Hoy en día, el poder y el prestigio están cada vez menos asociados al poder destructivo, a las imposiciones y a las amenazas, y están cada vez más asociados a la capacidad de crear diálogo, construir puentes y llegar a acuerdos. En este momento, la amenaza de una guerra nuclear inminente tiene menos sentido que nunca y, a la luz de la crisis global actual, el gasto anual de 116 mil millones de dólares en el mantenimiento y la modernización del arsenal nuclear mundial resulta más que absurdo. Urge darle una oportunidad a la paz. Urge avanzar hacia el desarme nuclear y prohibir las armas nucleares.

Ignorar la amenaza planteada por la COVID-19 resultó ser desastroso, pero la negligencia de los gobiernos que, de forma similar, ignoran la amenaza nuclear derivará en un desastre muchísimo peor. El lado positivo de esta pandemia es que la humanidad tiene la oportunidad de abrir los ojos a las advertencias de la ciencia, al riesgo latente en el que nos encontramos y a la urgente necesidad de cooperación y de paz. Nuestra súplica a los políticos es que se posicionen del lado de la ciencia, de la evidencia y del sentido común. La otra opción, como ahora bien lo sabemos, es la catástrofe.

 

*Carlos Umaña, médico y traductor, es miembro de ICAN y vicepresidente regional para América Latina de IPPNW, una de las organizaciones que lleva décadas trabajando por el desarme nuclear.