LITERATURARELATO CORTO

 

Jugó a ser banquero y jugó bien, así que cuando abandonaba la ópera con su elegante mujer le pareció de lo más injusto que aquel ladronzuelo se saliese con la suya. Lo de menos era el costosísimo bolso, o el dinero y las tarjetas que su mujer pudiese llevar dentro, ni siquiera le preocupaban los objetos de valor sentimental como las fotos de los niños. Le fastidiaba la facilidad con que algunas personas irrumpían en la vida de los demás y pretendían enriquecerse a su costa. Como los desalmados que habitualmente atracaban las sucursales de su banco.

Fue con este sentimiento con el que decidió echar a correr tras el mocoso.

Animado por las horas de gimnasio al que los amagos de infarto le obligaban, corrió acompasando la respiración y dosificando energías a un ritmo uniforme que le permitiese tener a la vista al joven delincuente. Pronto abandonaron el centro de la ciudad y sus lujosas tiendas. Cliente habitual de las más exclusivas, aún tuvo tiempo para un pensamiento pueril: cuando atrapase al ladronzuelo y recuperase el bolso, con toda probabilidad su mujer lo devolvería al establecimiento y alegaría razones bacteriológicas. Últimamente había desarrollado una aprensión injustificada a los agentes contaminantes, y temía ser infectada por el contacto con extraños o por el simple pulular de las partículas en el ambiente. Saber que su bolso acababa de ser manoseado por un residente del mundo suburbial, lo convertía de inmediato en un peligrosísimo reservorio de virus y bacterias.

Si bien le preocupaba la nueva manía profiláctica de su esposa, prefirió centrarse en la persecución del ladronzuelo, que acababa de internarse por barrios adyacentes atestados de socavones, cagarrutas de perro y gentes de mirada turbia.

Fue precisamente mientras cruzaba a la carrera uno de esos barrios periféricos cuando sintió el primer pinchazo en el pecho. El ansia por atrapar al ladrón suavizó la intensidad del dolor, e incluso alargó la pisada y redujo los metros que les separaban. Así, pudo comprobar que el muchacho al que perseguía debía de rondar la edad de uno de sus hijos, y le asaltó la duda de dejar pasar el asunto como una simple gamberrada.

Pero cejar en los objetivos le resultaba indecente con su credo particular e impropio de un hombre de su reputación. La vida nunca le regaló nada, y la experiencia le había enseñado que alcanzar el éxito siempre pasaba por una carrera de fondo llena de renuncias. Y aunque le hubiese gustado ver crecer a sus hijos, o despedirse de la madre en el lecho de muerte, o desarrollar una latente vocación de pintor paisajista, se sentía compensado de esos sinsabores por el reconocimiento de la sociedad para con su condición de hombre poderoso e influyente.

Estos pensamientos acrecentaron la marcha al máximo, y por unos segundos llegó a tener al muchacho al alcance de su mano. Incluso pudo captar los vahos de su higiene descuidada y un fugaz reflejo de mofa en sus ojos cuando enfrentaron las miradas. Pero fue en ese preciso instante cuando sintió el segundo pinchazo ardiente, como un punto de dolor que se expandía desde el corazón y que creía olvidado. Entonces cerró los ojos y siguió corriendo con los labios apretados, atravesando los barrios más peligrosos de la ciudad, ya extramuros de su mundo, y ante casuchas fabricadas con remiendos e iluminadas con fogatas. Un paisaje crepuscular que se sucedía a fogonazos, como ráfagas entremezcladas de la vida pasada y presente, instantes de lo bueno y lo malo que le tocó vivir. Corrió en todo momento consciente de lo que le sucedía, con la certeza de que ya nunca podría dejar de hacerlo. Y es que en el bolso de su mujer guardaba el bote de pastillas que su corazón necesitaba, y si dejaba de correr y el muchacho se perdía por los callejones del mundo suburbial, a buen seguro moriría de un infarto.

 

© Miguel Ángel Gayo Sánchez

(Este texto fue distinguido como 1º FINALISTA en el VII Concurso de Relatos Cortos para leer en Tres Minutos “Luis del Val”, Sallent de Gállego, Huesca)