El punto crítico de la ignorancia es ignorarla. Eso puede llevar al extremo de creer que se sabe todo porque se conoce algo (lo opuesto a Sócrates en la Apología que le hizo Platón[1]).

Algunos de los que hicimos del saber nuestro “viaje a las Indias”, engalanándonos con la cocarda de los descubridores (en mi caso más la usé para taparle la boca a los que creía ciegos, convencido de iluminarlos) sabemos que en algún punto nos dimos cuenta del abismo que se abría ante nuestra mirada. Para mí un velo se descorrió y yo, al menos, perdí la inocencia. A partir de ahí, puedo incurrir en ingenuidad o, como se dice en lunfardo argentino, me hago el gil (¿será una abreviatura de gilipollas?). Pero no puedo dejar de darme cuenta de que lo hago.

Cada nuevo día es enfrentarme a lo desconocido. El tipo con el que aprendí a pensar porque me sumergió abruptamente en las Ideas de Husserl y la Crítica de Kant (¡qué tiempos aquéllos! cuando tan confiado me hice a la mar del conocimiento montado en una pluma de codorniz), decía que el ciclo del conocimiento era ir de la desilusión a la ilusión seguida por una nueva desilusión y así siguiendo. Yo le contradecía porque se parte de un estado de ilusión que entendía similar al estado de identificación con las cosas que Levy-Brühl[2] y Gusdorff atribuían al pensamiento primitivo. Ahora se me ocurre que ese estado podría ser generado por la calidez del líquido amniótico, sucedáneo concreto de la discreta inmaterialidad de lo que sucede allende nuestra percepción y obra de antecámara antes de salir a la separatidad que rige nos en este mundo (vulgo parlare: nacer).

Como fuere el ciclo, ignorar es estar ilusionado pero no en el sentido de Corín Tellado[3] (o sí, ése también) sino en el de Descartes, sabedor de las fallas de los sentidos[4].

¿A que te pensaste que iba a hablar del virus? No. En todo caso, se trata de destacar lo que la covid-19 resalta en esta situación de confinado. Que no es la situación de confinamiento por cuarentena (o sea, el estar recluido por una orden externa) sino la de estar con-finado, con un límite impuesto… que no conozco y además, desconozco. Cuando es advertido, lo paso por alto.

Para saber necesito sentir. Conozco sólo lo que siento, y podría derivar durante horas sobre los ríos de opiniones que se han vertido al respecto. Pero Perogrullo, que no lee tanto (para tenerle consideración), fue más simple en su expresión: ver para creer.

Los sentidos aportan información y dependemos de ella. Cada estímulo nos alimenta, nos forma imperceptiblemente, nos da consistencia. Claro que es la consistencia de saberes conglomerados, distintos agregados de datos desconectados unos de otros, que me llevan y traen, y me hacen creer que sé todo porque me creo poseedor de unos cuantos botes que me ayudan a sortear la incertidumbre de ese horizonte que se corre día a día. De ese todo que se me hace imposible de abarcar.

Pero esa es mi situación. Y supongo que la de cada uno de todos los que habitamos este cascote, perdido en la periferia de una entre millones de galaxias.

Creo que aprendí lo más difícil de transmitir: que no sé porque no puedo saber lo que no sé. En mi espontánea situación de humano arrojado entre las cosas, enfrentado a ellas, ellas y yo, no puedo saber lo que no puedo sentir.

Es que el estado de ilusión que me envuelve y que puedo ir iluminando y aclarando pero nunca desvaneciendo del todo, es mi condición existencial.

Anclado en un cuerpo, éste es el primer factor de obnubilación. Sin embargo, es mi mejor referencia, mi mejor amigo para salir de la ignorancia. Porque mis sentidos están en él, de él depende mi sensibilidad, del que parece brotar. En él está confundida y contra él (al modo del contraluz) se recortan los estímulos internos, los que dan cuenta de mi estar en él.

Pero puedo no sentir. Y entonces, no sé. Y contra eso no hay defensa porque no puede defenderme de lo que no existe Porque para que algo exista tengo que sentirlo.

De hecho no siento lo que sucede en mi propio cuerpo. Claro está que no siento cuando un virus entra a mi medio interno porque es imperceptible. Recién me entero cuando se ha multiplicado lo suficiente como para rebasar las defensas. De ahí que lo tilden de enemigo invisible o silencioso. Pero no es a ese estado de falta de detección que me refiero. Hay un estado de anestesia que deriva de varios factores (que no vienen al caso, para eso están los Apuntes de Psicología de Silo, en Obras Completas, v. II, Psicología III, 2, p. 116, www.silo.net) y es lo que genera los velos que me envuelven y parecen multiplicarse cada vez que des-cubro uno. Al principio se hace la luz y todo se ordena para volver a confundirse al tiempo, invadido por nuevas tinieblas.

Y tiene que ver con el virus, porque se mueve en un nivel de organización de la vida que resulta más que ajeno, imperceptible. El virus se carga con todos los fantasmas de la historia humana y actualiza el más difícil de desarraigar de todos nuestros miedos. Porque la Parca nos vino a decir que ahí está y nunca pudimos taparla con los oropeles del consumo. Que uno se va a morir es una verdad tan remanida que pierde eficacia existencial, mientras no le toque a alguien querido.

Frente a esa tiniebla aparentemente definitiva se destaca la ignorancia.

Es que este virus nos ha desnudado. No sabía cuán desconectado podía estar del destino de cientos de miles de víctimas del virus. Hasta que los números desatados por la imbecilidad de los energúmenos que gobiernan afuera de Argentina se impusieron, y como escribí antes, la nueva información sobre la conducta del virus, el descorrerse el velo de mi ignorancia, me asustó. (Es que sabía algo, y eso me tranquilizaba: estar atento a la tos seca, fiebre y dolor de cabeza).

Es un susto ontológico, filogenético, metafísico, político, porque abarca todas las regiones de mi paisaje por más tranquilo que esté con mi destino. Nada de lo humano me es ajeno, Unamuno dixit  y me puso la proa allende las creencias a las que adhería. (Vasco hermoso, humanista cabal, enseñaste que a Dios lo hicimos a nuestra imagen y semejanza).

Es un susto del que sólo el cuerpo me rescata. Buscar el cuerpo, sentirlo, sumergirme en lo profundo de la respiración baja, buscando sentir los músculos que contracturan algunas vértebras desde hace meses, cosas de la edad diría alguien. Un susto que recuerda mi condición de anestesiado, de cargar con el peso de los velos que, en definitiva, ocultan mi finitud que, paradojalmente, cuanto la desvelo, desaparece: el horizonte se abre en todas direcciones y del abismo[5] surge una mano invisible que, parafraseando la bendición irlandesa, me sostiene en su palma y trae el camino a mi encuentro.

Creo que vale la pena recordarla entera:

May the road rise up to meet you

May the wind be always at your back

May the sun shine warm upon your face

May the rains fall gently upon your fields

And till we meet again

May God hold you upon the hollow of his hand[6]

 

Posdata:

Lo que es lo mismo para nosotros, Ale Roger, estoy seguro de que estarás tomando un café con el Negro y charlando sobre el susto que comentó tantas veces. Me pregunto si  no habrá sido el virus lo que te llevó porque los infartos no eran síntomas conocidos. Quizás fuiste otra víctima del contador imbécil que llevó el virus a La Reja y no solo mató a su abuelo. Por ahora va otro abrazo más, como los que siempre nos dimos, hermanados en el sentido saber que podíamos ignorar nuestras diferencias.

[1] Diálogos, Ed. Gredos, Madrid, 2015, p. 155, 21, d. Es notable que los interrogados se enojaban con él porque ponía de manifiesto su ignorancia, y más notable aún que 2.400 años después todavía suceda. Parece ser una condición humana.

[2] En El pensamiento primitivo, citado por Gusdorff en su Mito y Metafísica.

[3] En este caso es prejuicio, no más. No puedo citar nada de ella.

[4] Ver su Discurso del Método, primer párrafo de la parte 4 antes del famoso cogito.

[5] La imagen del abismo me viene de una experiencia guiada de Silo: “canto al corazón que del abismo oscuro renace a la luz del ansiado Sentido.” El viaje, Obras Completas, v. I, Experiencias guiadas, www.silo.net.

[6] Que el camino se alce para ir a tu encuentro, que el viento sople siempre a tu espalda, que el sol brille cálido sobre tu rostro, que las lluvias caigan gentilmente sobre tus campos, y hasta que volvamos a encontrarnos, que Dios te tenga en la palma de su mano.