RELATO

 

Cuando me aproximé a aquel perro, noté cierta tristeza en su mirada, le llamé varias veces por su nombre, y le ofrecí un cuenco lleno de comida. No acudió, me observaba con cierta desconfianza. Él pastoreaba las cabras. Siempre estaba al sur del rebaño, olfateando los caminos que  tenía que recorrer todos los días.

Los enormes muros de piedra, donde vivía su dueño. Aquel anciano de barba blanca, mirada misteriosa y una sonrisa que se dibuja de forma permanente en sus labios. Siempre te llevaba al pasado más remoto, cuando  empezaba a hablar de cómo las dunas, con el paso del tiempo han ido avanzando sobre la escasa vegetación, hasta rodear aquella cordillera que sirve de abrigo al profundo pozo, que sigue siendo el único punto donde acuden los hombres y animales en busca de agua.

El viejo siempre colocaba su cojín sobre el pequeño montículo de arena, y observaba de forma detenida como las cabras acompañadas de su perro pastor, iban entrando en aquella construcción de piedra. Se levantaba, y empezaba a inspeccionarlas. El perro pastor movía su cola, las vigilaba una por una. Mientras el sol se iba ocultando detrás de aquella bruma que nacía del calor y el viento suave que trasladaba la arena que cubría el dique de piedras negras. Aquel dique que escondía en su interior, grabados y símbolos de la prehistoria.

El perro, las cabras y aquel hombre de enormes pisadas. Se mezclaban en su largo trayecto de cada mañana, con las tumbas gigantes que la arena engulló. Ellos pertenecían al mundo de las hogueras, de las estrellas y de las largas e interminables distancias que ofrecía  aquel  paisaje esculpido por el viento.

Cuando miraba su rostro advertía en su larga barba el paso de los años. Podía ver  sus ojos, sus labios, y las arrugas que dominaban su cara. El fuego débil, me ayudaba a ver los gestos de sus manos, cuando hablaba del interminable paisaje de dunas.

El viejo de las arenas, te permitía hacerle varias preguntas seguidas, y te escuchaba atentamente. Luego empezaba a hablar del año en el que se perdió, y gracias a las nubes de otoño esas que marcan una línea de gotas que puede dividir a una montaña en dos mitades, pudo mojar sus labios.

En su fortaleza de piedras rojizas, el impacto del feroz viento adquiere sentido. Rompe el silencio de la noche. Las paredes son el eco que repite cada sonido, surgido del interior de las dunas que se han ido acumulando con el tiempo sobre las paredes de aquella cordillera.

En aquel paisaje estéril y desnudo, se percibía la soledad, la lejanía y la dureza. Las cabras caminaban sobre las piedras buscando el escaso pasto, mientras el perro iba olfateando pequeños agujeros en el interior de la tierra. El anciano inspeccionaba el pozo, porque sabía que su  espíritu estaba atrapado en el interior de aquellas paredes de las que surgía el agua.

A lo lejos, se veía la casa de piedra marcando la frontera de dos mundos. Un mundo lleno de silencio, en el que los seres vivos han aprendido a ser libres dentro de una naturaleza hostil y primitiva. Y otro mundo que yace enterrado bajo las arenas.

El anciano mira una y otra vez sus pisadas. Busca el camino de la noche. Una luz tenue, es su único punto de referencia. Mientras tanto una estrella le va marcando su ruta, hacia la casa de piedra.

 

Casa Piedra es un barrio histórico de El Aaiún, del Sahara Occidental o Sahara ocupado; un barrio insumiso, rebelde al régimen de ocupación marroquí. Este barrio -denominado por Marruecos actualmente Maatala-, fue bautizado como Barrio Soweto en memoria del barrio de igual nombre de Johannesburgo, en la época del Apartheid en Sudáfrica. Es un barrio independiente, controlado por las familias saharauis que habitan en el mismo, en el que no entra la policía ni los colonos marroquíes.

Ali Salem hace este relato a partir de su historia y su resistencia pacífica actual.