Por: Natalia Sierra F.

La casa: refugio, rincón del mundo, espacio de seguridad, ahí donde nos recogemos para protegernos de los extraños, para tramitar lo extraño y desconocido.  Lugar en el cual nos escondemos del mundo para recibirlo de forma segura; lugar de lo propio, de la pertenencia, de lo íntimo. En la casa está la familia, ese lazo social fundamental que nos recibe cuando llegamos a esta vida, que nos indica cómo es el mundo, que nos da los instrumentos para luego navegar en ese inmenso océano social.  Espacio de seguridad frente a los otros, a los no familiares,  a los que no pertenecen a ese primer núcleo. La casa familiar, la que nos brinda la seguridad necesaria para crecer y aprehender las claves que  nos permitirá abrirnos al mundo más grande, más complejo y difícil.

Esa es la imagen que tenemos de la casa familiar, la que la sociedad construyó, la que  quizás en algún momento manifestaba la realidad de la familia y la casa, al menos en ciertos aspectos. Hoy, en medio de esta crisis sanitaria que nos ha obligado a permanecer dentro de casa junto a la familia -los que la tienen-, esa imagen se triza. Como una enorme ventana de cristal golpeada por una roca, la imagen romántica de la casa familiar se rompe en mil pedazos.

Muchos no tienen una casa, ni refugio, ni familia; están allí en la calle, cubiertos por el inmenso cielo, abandonados por una sociedad que los ignora en un intento egoísta de no hacerse responsable de su vida. Muchas mujeres tienen una casa en la que no están seguras,  dentro de ellas está el peligro, ese cercano hombre que las amenaza constantemente y que  en cualquier momento les quitará la vida. Para muchos niños, niñas y adolescentes la casa es el lugar más peligroso, más oscuro y tenebroso, donde están los acechadores, los que los lastiman, los que los violentan. Estar ahora encerrados en esa casa con los  violadores y maltratadores es estar en el infierno. La casa puede ser, así, el espacio más peligroso en la corta vida de muchos niños y niñas, y sus familiares cercanos las personas más amenazantes, las que más daño les pueden hacer. La casa familiar se vuelve de esta manera la casa del horror.

*El mismo lugar, ayer, martes 21 de abril

Muchos ancianos y ancianas quizás estén solos en sus casas, y hoy más solos que nunca, abandonados por una familia que desapareció en la vertiginosidad de la vida urbana. Solos sin saber si saldrán de esta emergencia o  morirán olvidados, no sólo de una familia indiferente, sino de una sociedad anónima. La casa se vuelve el lugar de la soledad y el olvido de los que nos dieron la primera  casa.  Para la mayoría de la gente empobrecida, la casa es ese espacio de las ollas vacías, el lugar del hambre y la angustia. Cuatro paredes que cierra un espacio minúsculo donde los hijos e hijas piden un alimento inexistente que la calle prohibida ya no provee.

En este encierro obligado, la casa parece ser el lugar donde todos los demonios sociales se han dado cita para torturarnos, todos los males de la sociedad, todas sus amenazas sus inequidades, sus desigualdades, sus profundas contradicciones moran la casa del encierro. Cuando la calle desaparece y solo queda la casa, esta deja de ser un refugio y se transforma en una prisión. El adentro sin afuera es una condena sin tiempo, que cierra nuestro deseo, al acabar con la libertad que el afuera insinúa con todos sus riesgos y sus azares.  Cuando la calle vuelva a nuestras vidas con todas sus incertidumbres y peligros, ojalá seamos capaces de reconstruir la casa como un hogar, donde las mujeres, los niños y niñas, los ancianos, las familias puedan tener seguridad, acogimiento, alimento, salud, afecto y sobre todo cuidado.