Es realmente increíble. Toda la prensa internacional, cientos de videos y denuncias hablan de la tremenda y dolorosa catástrofe humanitaria que vive Guayaquil y con ella el Ecuador, y el gobierno y sus medios insisten en hacer más y más publicidad asquerosa de sus funcionarios. Entrevistas tan dóciles que parecerían incluso arregladas, videos de entrega de bolsitas de comida, esos mismos funcionarios llamando por teléfono a alegrarle la vida a una viejecita, propaganda y más propaganda por hacer su trabajo, por el que ganan un sueldo que todos pagamos, haciéndonos creer que el mayor problema que ahora tiene el país son las fake news, como si las verdaderas noticias no fueran lo suficientemente tenebrosas por sí solas. ¿De qué tienen hecha la cara?

¿De qué la tienen hecha estos funcionarios con sus videos de grandes salvadores, portándose «caritativos» con sus mandantes? ¿Los periodistas que callan o hacen preguntas simplonas o abiertamente condescendientes? De qué tienen hecha la cara aquellos que hoy por hoy ven en esta tragedia la posibilidad de apuntalar su carrera política. De que están hechos los banqueros que en el último año ganaron más de 600 millones y ahora renegocian deudas «caso por caso», con intereses. De qué estamos hechos todos, que hemos naturalizado el dolor y el sufrimiento con un desparpajo y una indolencia sin nombre. ¿Qué nos espera luego de esto? ¿Qué más tiene que pasar para terminar de indignarnos no solo con un gobierno nefasto, con una clase política miserable con ninguna capacidad de autocrítica sino también con una oligarquía que tiene toda su fe y su plata afuera?

Indignarnos de que en tu ciudad, en tu país, la gente se puede morir en la calle y no hay nada que podamos hacer para evitarlo. Qué más tiene que pasar para sentarnos a repensar todo, o casi todo. ¿Dónde nos queremos ver para entender lo que realmente vale la pena y luchar por ello?

Hay que indignarse porque es digno, pero más digno es construir algo distinto, realidades distintas, incluso mínimas, intimas, que quiebren la hegemonía de la indolencia, donde todo lo que vale cuesta, donde una mascarilla N95 no cuente porque vale 2 o 12 dólares si no porque vale una vida y eso es irremplazable.

Es digno creer que es posible un futuro más humano, donde no haya nada más importante que el bienestar de todos y de cada uno. Un futuro-lugar donde la vida florezca cada vez más radiante, para todos.

Es ahora, en este momento tan oscuro, que es necesario comenzar a soñar y construir.

Por Jerónimo Villarreal Bravo