Era viernes 6 de marzo por la mañana en el Colegio Lourdes, cuando yo me hallaba en una clase sin saber muy bien qué hacer, medio cavilando el por qué de una huelga que no supe creer, que no me transmitía, hasta el momento, esa talante movilizadora propia de una reivindicación que no conseguía distinguir entre el silencio casi absoluto que apenaba ligeramente el vacío de las aulas, cuando comencé a oír fuertes golpes al compás de un ritmo instrumental. Es aquí, cuando, al asomarme por la ventana, escuché  el grito de mi manada, mujeres que me acompañaban en este largo y costoso viaje feminista, compañeras y profesoras  que golpeaban con furia manifestante tambores apaciblemente ensordecedores que no eran sino cubos del revés colgados a sus cinturas firmes y fuertes.

Esta llamada me incitó casi instintivamente a salir, acompañarlas y participar en su labor. Salí corriendo siguiendo la cadencia tamboril que se desvanecía a medida que se abrían paso por las calles, ahora de color violeta. Ralenticé mi marcha cuando me encontré a la vera de la envolvente batucada y, aunque pueda resultar un tanto espiritual, realmente me sentí libre y protegida, sentí cómo nuestros pasos se unían en un camino que trazábamos juntas, al unísono de una música que reclamaba un mundo libre de violencias machistas, donde la igualdad definiese a la justicia.

Llegamos finalmente al polideportivo donde todas y todos con la concomitante percusión como telón de fondo, imaginamos por un instante, la inexistencia de toda forma de machismo encubierta, pública, ignorada y conocida presente en nuestra sociedad.

Foto África Garcíamujeres, género, feminismos,

Sobre el valor ético de esta huelga

Creo, antes de todo, que para reflexionar y sumergirnos en lo recóndito de un concepto, donde se halla su razón de ser, de existir, es necesario primero ensimismarse, para indagar en el interior consciente humano, donde residen los distintos significados que cada cual le concede a una palabra, según sus experiencias y entorno. Para mí, tras permanecer absorta, al mismo tiempo que distraída con mis propios pensamientos, el valor ético es el alcance trascendental que posee un ente en la percepción moral y personal de la sociedad y su conjunto. Es cierto grado de apreciación que nos transmite un hecho, un suceso etc-, a partir de unas influencias externas e internas más o menos críticas.

Idealizado ya incompletamente esta noción, pues, en un punto de inflexión, su significado es insondable, delibero una discusión moderada con mi propio juicio, que trata de resistirse con cierta feminidad a los desasosiegos que agitan mi cordura, pues llevan demasiado tiempo observando un par de dilemas que están a la orden del día: un genocidio falócrata que carcome mis entrañas de mujer que no comprenden el asesinato, la violencia de ningún modo, y menos aún por el mero e ingente hecho de ser mujer y de sentirse como tal y, por otro lado, el regreso, más bien, retroceso a una no educación que acude a medidas que impiden desarrollar uno de los valores éticos más importantes del ser humano: la criticidad.

El valor ético que tiene para mi esta huelga lamentablemente no es suficiente como para cauterizar estas cuestiones a las que temo. Siempre he creído, por ahora, que donde realmente mora el cambio, el verdadero desarrollo colectivo e individual es en el pensamiento crítico, sensato, prudente y culto, capaz de recapacitar y escuchar designios ajenos. Si bien es cierto que esta meta es un ideal perfecto dificultoso de trasladar a la realidad. Sin embargo, quizá sea una referencia, algo que debemos saber y aprehender, apreciando así que como seres humanos que somos, hemos de poseer determinados valores morales que se representen recíprocamente, para de este modo, alcanzar aunque sea en una sola percepción de la realidad, una sociedad libre de enseñanza, de opinión, justa e igualitaria, una percepción que podrá en la perseverancia, cambiar otras realidades.

Foto África García