De pronto, a raíz de la manera que encontraron los jóvenes para evadir el pago del boleto del metro saltando por encima de los torniquetes, se fue produciendo en Chile una sintonía muy especial que permitió empatizar entre luchas muy diversas y comprender que todos estamos oprimidos por un mismo sistema, que su acción alcanza a la enorme mayoría del país y que necesitamos con urgencia darnos un nuevo acuerdo social.

Ya no resultó suficiente con la aspiración de que se terminen las AFP y los mayores puedan contar con pensiones dignas; que la educación efectivamente pueda ser gratuita en todos los niveles y de calidad, con remuneraciones justas para los profesores, reconociendo la deuda histórica que el Estado tiene con ellos y compensándolos debidamente; que la salud pueda contar con un sistema público eficiente en el que no sea necesario esperar meses para ser atendido; no bastó tampoco con la aspiración de los pueblos originarios a ser reconocidos constitucionalmente, a que se les devuelvan sus territorios y se respeten sus lenguas y tradiciones; lo mismo ocurrió con la expectativa de que el agua pueda dejar de ser privada; que la pesca ya no esté en manos de siete familias adineradas; que el litio sea chileno y gestionado por el Estado; que a la minería se le aplique un royalty adecuado y se le exijan medidas de reparación ambiental; ya las aspiraciones feministas se quedaron cortas y se pudo entrever una sociedad sin diferencias y en plena paridad; como con las diversidades y minorías sexuales que comenzaron a sentir que podían ser efectivamente incluidas sin sufrir discriminación alguna. Y así siguiendo con muchas causas, ya que en Chile de pronto todos comprendimos que los demás venían luchando y levantando banderas que no necesariamente son las propias, pero que sí resultaron desde el 18 de octubre en adelante, compartidas colectivamente.

Las utopías se hicieron presentes en tantos corazones que palpitaron juntos, sin liderazgos ni conducción, como si la suma de todas las aspiraciones nos hubiese despertado al unísono.

“Chile despertó!” fue el grito coreado por miles de personas, de todas las edades, etnias, clases, de las ciudades y del campo, porque no hubo de pronto diferencias entre la gente. Fuimos sólo uno, sintiéndonos capaces de transformarlo todo, de terminar con el sistema, de ver un nuevo amanecer.

Han pasado desde octubre más de tres meses y día a día ese despertar ha vibrado en las calles, en las plazas, como jamás nunca nadie pudo haberlo predicho.

Sin embargo, si hoy observo lo que está movilizando actualmente a la gente a manifestarse, ya no advierto las miradas clavadas en los sueños, no veo el fulgor del mañana y la esperanza por condiciones de vida en las que prime la dignidad como valor. Ahora, en medio de este caluroso febrero, hay rabia, hay pena, hay violencia.

El sistema ha dejado ciegos o tuertos – literalmente – a muchos y cada uno de esos ojos nos duele a todos. Ha matado a treinta personas y la semana pasada fue justamente la que tuvo mayor número de muertos desde que todo comenzara. Ha herido a demasiados, con balines, lacrimógenas, carros armados o directamente a palos. Circulan incluso vídeos en que se ve la saña con que apalean, golpean y patean en el suelo a indefensos hasta dejarlos tirados heridos. Los Carabineros copan las plazas, gasean y las recorren con sus carros lanza aguas de modo “preventivo”, atacando a quien sea que transite. Las autoridades los sostienen. El poder ejecutivo, legislativo y judicial en Chile han sido y siguen siendo cómplices de las violaciones a los Derechos Humanos. Han vuelto a instalar la impunidad, tal como había sucedido en la dictadura. El gobierno ha criminalizado la protesta y el Congreso aprobó sus nuevas leyes, incluso lo hicieron con los votos de los diputados jóvenes más progresistas. Ni hablar de los senadores, que se escabulleron cuando hubo que votar sancionando a los responsables políticos de muertos, heridos, detenidos, violados.

Hoy resulta parte de lo utópico rescatar el valor de la vida, de los Derechos Humanos, del trato digno que corresponde dar a cualquiera por el simple hecho de que se trata de un ser humano.

Estamos más bien luchando por podernos seguir manifestando, debatiéndonos entre la violencia que instalan y la no-violencia que es nuestra. Porque el sistema acorrala y en su represión brutal va obteniendo una respuesta acorde. El derecho a la auto-defensa y la desobediencia civil. Pero la lucha de hoy comienza a perder la épica de lo soñado que de pronto estuvo al alcance la mano, para hacerse difícil, dura, convirtiéndose en la necesidad de sobrevivir saliendo ilesos de esta monstruosidad.