Por @LautaroRivara
Sociólogo y miembro de la Brigada Dessalines de Solidaridad con Haití

Una periodista pregunta a un manifestante que se encuentra marchando por una de las principales arterias de la capital Puerto Príncipe, la camisa empapada de sudor, la voz ronca, una rama de árbol que se agita vivamente en la mano izquierda: -¿qué opina de la convocatoria al diálogo realizada por el presidente JovenelMoïse? A lo que el manifestante responde en la lengua nacional del país, el creol haitiano: –Li vle pale, mem nou ta renmen manje. «Él quiere hablar, pero nosotros queremos comer».

La anécdota resulta ilustrativa del nivel de pauperización al que ha llegado la vida en un país arrastrado al limbo de la supervivencia. La crisis energética, que ya cuenta su quinta semana, ha paralizado todas las dimensiones de lo cotidiano. La actividad administrativa y gubernamental se encuentra detenida. Los colegios, universidades y centros de salud, cerrados. Las estructuras de madera y zinc de los otrora populosos mercados haitianos, se encuentran desiertas. El trabajo de los mototaxistas aparece reducido a su mínima expresión. La circulación de productos agrícolas desde el campo hacia las grandes ciudades, se demuestra imposible. La ruidosa cotidianidad capitalina está sumida en un silencio espeso y extraño, impropio de un país caribeño. La paz, bien se sabe, es siempre bulliciosa.

Apenas si se oye el crepitar de los neumáticos en llamas y los pequeños radios encendidos en los portales de cada casa a la usanza campesina. Desde ellas miles de voces anónimas testimonian la extenuante batalla callejera contra la miseria, la corrupción, el mal gobierno y la crisis económica. Quienes aquí viven repiten como una letanía la sucesión de grandes combates, dignos pero aún insuficientes, sobrellevados por la población haitiana desde el año pasado: julio, octubre, noviembre, y en lo que va del año también febrero y ahora septiembre, el último round hasta la fecha.

El balance provisorio de la jornada evidencia al menos tres cuestiones. En primer lugar, la inagotable masividad de las protestas. Nuevamente la oposición política, parlamentaria y los movimientos sociales han convocado a cientos de miles de personas en todas las grandes ciudades del país desde el sur al gran norte, de las llanuras centrales a la región del Artibonite.

Pese a que esta amplia oposición perfila irreconciliables diferencias ideológicas y de orientación política, la todopoderosa espontaneidad de las clases populares fuerza en los hechos una convergencia táctica en las calles. Del lado izquierda del espectro político encontramos a las fuerzas progresistas y nacionales aglutinadas en torno al recientemente organizado Foro Patriótico, referenciado en figuras como el dirigente campesino Chavannes Jean-Baptiste y el economista Camille Chalmers. Por otro lado, el conservador Sector Democrático y Popular ha respondido al desafío de la unidad subordinando en torno de sí a diversas formaciones políticas como el FOP, partidos de izquierda como el del ex senador Jean-Charles Moïse y hasta a fuerzas de ultraderecha como el AAA de Youri Latortue.

El segundo elemento del balance tiene que ver con la radicalidad. Quizás el ejemplo más claro sea lo sucedido esta mañana en Cité Soleil, una inmensa barriada popular habitada por 500 mil personas. Manifestantes armados tan solo de coraje tomaron por asalto nada menos que el cuartel general del UDMO, un cuerpo especializado y militarizado de la Policía Nacional. Los manifestantes procedieron a llevarse los elementos de valor y a prender fuego parte de las instalaciones.

Algo parecido sucedió en Jacmel, al sudeste, cuando resultó quemado el Tribunal de Paz, emblema del también cuestionado poder judicial. Desde las zonas elevadas de esta ciudad montañosa y de geografía irregular, cualquiera podrá contar a estas horas una veintena o una treintena de grandes humaredas negras que se van a confundir con las nubes, también negras de lluvia. Cada una expresa una concentración humana de idéntica radicalidad y disposición al combate.

El tercer elemento tiene que ver con el hecho de que sin importar la masividad o la radicalidad de las movilizaciones, la situación del país permanece irresoluble. Y es que resulta evidente que los factores de poder real, aquellos que tienen la última palabra, son extranjeros. En las últimas semanas, pese al descalabro de la crisis haitiana, desde el Secretario General de la OEA, el uruguayo Luis Almagro, hasta Antonio Guterres, máximo representante de las Naciones Unidas, han expresado al canciller BocchitEdmond un apoyo evidente, el compromiso de sostener la tutela internacional a través de la continuidad de las misiones multilaterales, e incluso compromisos financieros para afrontar la corrupción institucionalizada.

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Luego de un mes de silencio, el pasado 25 de septiembre el presidente Jovenel Moïse se dirigió a la nación. Lo hizo exactamente a las 2 de la mañana, la hora precisa en la que hasta los más demorados ya se encuentran durmiendo, y ni siquiera el campesino más madrugador ha despertado. Cualquier intervención diurna hubiera propiciado nuevas refriegas, protestas y movilizaciones. También esto resulta sintomático del nivel de descrédito en que se encuentra sumida la clase política. A los vicios de origen de elecciones fraudulentas, hay que sumar el escándalo de corrupción más grande que conozca el país, a través de la apropiación de fondos públicos equivalentes a la mitad de toda la riqueza generada por el país en un año. Se trata de la larga parábola descendente de un gobierno que no gobierna ni deja de gobernar. La caída más larga del mundo de un presidente al que ya nadie sostiene, al menos dentro del país, pero que nunca termina de abandonar el poder que malamente ejerce.