Por Esther Yáñez Illescas

Para llegar a la vereda La Independencia, como a dos horas y media de Popayán, la capital del Departamento del Cauca, hace falta un buen carro. Uno que no bote demasiado por los caminos intransitables que hasta hace casi tres años vigilaba la guerrilla de las FARC.

Ahora, después de la firma de los Acuerdos de Paz con el Gobierno colombiano, la zona es un territorio en disputa permanente entre los paramilitares, los denominados ‘disidentes’ de la guerrilla, el ELN y el Ejército.

El Cauca es un Departamento peligroso al suroeste del país. El más castigado por la violencia de los grupos armados a los líderes sociales que protegen los intereses de los campesinos que, en esta zona, sobre todo, cultivan hoja de coca para sobrevivir. Son el primer eslabón de un negocio millonario donde todos están implicados de una u otra manera. Según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), el narcotráfico generó al menos 15.000 millones de dólares en Colombia en 2017 creciendo un 150% respecto a 2016, cuando ya suponía el 2% del PIB. Y todo ello tras la firma de los Acuerdos de Paz y la supuesta implementación del punto cuatro de dichos Acuerdos que es la «solución al problema de las drogas ilícitas».

Sin embargo, el narco, que produce más ingresos que el sector cafetero en el país, no solo no ha visto disminuidos sus altos beneficios sino que además ha aumentado sus recursos. Entre los años 2016 y 2017, el incremento de los cultivos de hoja de coca fue del 17% y el país cuenta actualmente, todavía, con 171.000 hectáreas según datos del propio Gobierno. Por otro lado, son curiosas las cifras que da EEUU, que superan incluso a las de Colombia. Según la Oficina de Política Nacional de Control de Drogas (ONDCP por sus siglas en inglés), el país suramericano contaría al cierre de 2017 con 209.000 hectáreas y una producción potencial de cocaína que aumentó en un 19%. Alentador.

A comienzos de este año, el presidente colombiano, Iván Duque, afirmaba que su Gobierno había conseguido erradicar en los primeros cuatro meses de 2019, más de 80.000 hectáreas de cultivos ilícitos. La cifra suena extraña entre los campesinos de la vereda La Independencia que se han reunido un sábado de finales de agosto para hacer una Asamblea popular y decidir cómo actuar la próxima vez que llegue el Ejército hasta la zona para erradicar sus cultivos por la fuerza.

«Si viene el Ejército y les damos las matas entonces quedamos prácticamente en la calle». La que habla es Rocío Chiconqué, de 36 años, madre soltera de cinco hijos, desplazada del Putumayo por la guerrilla y con dos hermanos asesinados. La historia trágica de su familia es muy similar a la del resto de campesinos cocaleros que se preparan para participar en la Asamblea.

«Una trata de ser humana con ellos, de no atropellarles, de hablarles… Pero estamos dispuestos a defender la mata. Nosotros cumplimos cuando el Gobierno nos cumpla. De otra manera no se puede. No podemos aguantar el hambre», señala hablando de lo que pasó hace solo una semana, cuando la Fuerza Pública (el Ejército) llegó con la intención de arrancar, sin mediar palabra y sin permisos, los cultivos que son el sustento de las familias de la zona.

El plan aprobado en el punto cuatro de los Acuerdos de Paz incluye la sustitución de los cultivos ilícitos por otros sustentos que permitan vivir a estas familias: café, plátano, tomates. Cualquier cosa que aporte a la economía familiar, al menos, lo mismo que la hoja de coca, que no es mucho: apenas dos millones de pesos cada tres meses (que es el ciclo de la mata; unos 625 dólares), unos 700.000 pesos al mes (218 dólares), que es el equivalente, más o menos, al salario mínimo en Colombia. No se hacen ricos.

Pero este plan de sustitución no está ocurriendo y por eso los campesinos se reúnen en Asamblea, para decidir qué hacer y cómo actuar ante el incumplimiento gubernamental a pesar de los tuits del presidente Duque alardeando de progresos. Los datos son los datos y el último informe de la Organización de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (ONUDD) evidencia que casi ninguna de las 99.097 familias inscritas en el Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos Ilícitos (PNIS) ha recibido la totalidad de los pagos acordados y al menos 40.000 de estas familias todavía no han recibido ni siquiera el primer pago.

Poco a poco va llegando gente a la Asamblea desde los diferentes recovecos de la montaña que rodea el caserío de ladrillo a medio hacer habilitado para la reunión. Hay un espacio aparte para una cocina de leña donde tres mujeres ya están preparando el almuerzo, aunque apenas acaba de pasar la hora del desayuno. La sartén para el arroz blanco es de proporciones descomunales. También hay ollas imposibles para la yuca sancochada, los frijoles, la ensalada y la carne.

El sonido de las motos (el mejor medio de transporte para moverse por esta zona inhóspita) de los que van apareciendo sin hora, despierta a los que llegaron temprano y parecen como somnolientos por el calor. Hay café tinto (algo así como americano) que hace poco contra la modorra porque siempre es más agua que café. Pero lo más impresionante son las vistas a la inmensidad de los cultivos verde plomizo casi fluorescentes. Para un ojo poco acostumbrado es estremecedor y las matas no se reconocen, pero el campo impresiona por lo grande y evidente. Esas plantas son la tierra y la disputa eterna de un país en guerra permanente.

Rocío tiene en su casa 6.000 matas que trabaja ella sola. El límite legal son 10. Cultivar hoja de coca es fácil; apenas hay que dedicarle tiempo, así que cualquiera podría hacerlo. Hay que regarla, fumigarla, limpiarla cuando toca y arrancarla cuando cumple su ciclo de 90 días. Una arroba de hoja de coca, que equivale a unos 12 o 13 kilos, se vende por unos 50.000 pesos colombianos (15,5 dólares). La misma cantidad de café se vende por un poquito más, unos 60.000 pesos. La diferencia está en la clave de todo el conflicto: el transporte y la comercialización.

A las tierras agrestes de la vereda La Independencia no es fácil llegar ni salir. La incomunicación es la tónica y que permanezca así, como otros tantos territorios de Colombia, tapados en los mapas y en los discursos oficiales, es parte del engranaje que favorece la permanencia del conflicto. Lo que no se ve no existe, y mejor así para los negocios millonarios. La Independencia es una de las principales rutas de la droga colombiana. El narco controla sus hectáreas y facilita la producción de la mata porque da todas las facilidades a los campesinos, que viven en sus casas aisladas en la montaña, y no tienen transporte para sacar sus cultivos y comercializarlos. No importa. El narcotráfico acude a su domicilio y recoge las arrobas en la puerta de sus casas o les facilita un punto cercano donde dejar el material a través del flete de bestias.

De esta manera, la hoja de coca sí sale rentable. Mucho más que el café, que nadie va a buscarlo a casa y transportarlo a la civilización para su venta. Eso costaría mucho dinero al campesino y al Gobierno: buenas carreteras, inversión, plata. Problemas y más problemas.

«Estaría de acuerdo con la sustitución de los cultivos», dice Rocío, «mientras nos den acceso de vías y haya comercialización. Hay muchas cosas que se pueden cultivar aquí, pero primero el Gobierno debe facilitarnos la comercialización. Por ahora, la coca es lo único rentable. Una no se vuelve rica pero al menos tiene el pan diario».

Rocío lleva siete años en La Independencia y dice que ahora vive tranquila. Que antes vivía con el miedo diario de que la guerrilla le quitara a sus hijos. «Tener hijos varones tres años atrás era un peligro», señala.

Pero lo cierto es, que aunque las FARC ya no campan por la vereda, la disputa por el territorio continúa siendo el día a día de los diferentes grupos armados que pretenden controlar el negocio o sacarle el máximo rédito económico. Según un informe de la organización colombiana Pacifista, en los municipios donde quieren sustituir la coca, los homicidios han aumentado un 38% tras los Acuerdos de Paz.

Leider Valencia, que es campesino y vocero de la COCAM, la Coordinadora Nacional de Cultivadores de Hoja de Coca, Amapola y Marihuana, asegura que ahora están peor que hace tres años: «Antes no se veía tanta violación de DDHH, tanto homicidio… Ahorita es muy complejo. Todo el mundo quiere hacer lo que quiere, lo que le parece, y nuestra comunidad está en el medio de este conflicto».

Leider dice que antes del proceso de paz al menos sabían que el grupo armado que estaba en su territorio era las FARC. Ahora no saben quiénes son los que les amenazan ni quiénes les piden las famosas ‘vacunas’ o ‘coimas’ (comisiones para poder cultivar).

«Lo que hemos analizado como campesinos», continúa, con uno de los análisis más lúcidos de lo que está pasando que se haya escuchado hasta el momento en cualquier tribuna, «es que el proceso de paz desempeñó un papel político para el Gobierno, porque para ellos, las FARC eran el principal impedimento para que las multinacionales no entrasen en nuestro territorio a explotar nuestras riquezas. Así que, creemos que lo único que le importaba al Gobierno era que la guerrilla entregara las armas y después de eso, nada, porque no vemos voluntad política para que tengamos mejores condiciones de vida».

​Unos cincuenta campesinos de recovecos más o menos cercanos están participando en la Asamblea. Es casi mediodía y el sol apremia a tomar decisiones. Está hablando Jonathan Centeno, que es vocero de la Coordinación del Proceso de Unidad Popular del Suroccidente Colombiano. Hasta La Independencia ha llegado con sus dos escoltas porque vive amenazado desde hace unos cuantos meses. Habla tan fuerte que los pocos somnolientos por el calor, que todavía rondaban perezosos, han abierto los cinco sentidos y escuchan ojipláticos.

«Ustedes están defendiendo lo que les da de comer», dice, grita, Jonathan. «Entonces, no se olviden. Tarea inmediata: organizar la resistencia porque no sabemos en qué momento va a ingresar el Ejército con la idea de erradicar sus matas».

«Las condiciones tienen que ser claras, compañeros», continúa. «Avanza el Gobierno, avanzan las comunidades. Que ustedes arranquen sus cultivos sin que existan garantías significa que ustedes se van a quedar sin qué comer».

Organizar la resistencia es el resumen escueto de varias horas de intercambio popular con oratorias de ágora sorprendente. Los campesinos llevan tres años esperando unas promesas que parecieron certeras tras décadas de guerra a las espaldas de un monte que no soportaba ni soporta más prórrogas; y la sensación de vacío en esa casa de ladrillo sin ventanas podría comerse las palabras sobre la resistencia, pero no lo hace. Hay ruido. Hay consignas. Hay niños corriendo y jaleo, y el almuerzo está listo.

Alguien ha traído un altavoz gigante y de repente suena la música popular de la zona que es como una mezcla de ballenato con salsa caleña y letras de amor y desamor que lo remueven todo por dentro y por fuera. También son consignas de lucha porque son emociones de las entrañas; que bailan con un poco de ron después del almuerzo de fuego y leña. El sol ya no quema y es la hora perfecta para las fotos de luz impertérrita y perenne.

 

 

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