Mientras Escazú es un pequeño y poco conocido cantón, parte del área metropolitana de San José en la geografía costarricense; las Galápagos constituyen un lugar de renombre mundial reconocido como Patrimonio de la Humanidad por un sinnúmero de causas todas ellas de gran importancia para el planeta. Escazú probablemente será reconocido por haber albergado allí a la reunión final para llegar a un acuerdo patrocinado por la CEPAL que con certeza tendrá repercusiones históricas al menos en nuestro continente.

Por el contrario las islas Galápagos, poco recordadas por su nombre oficial de Archipiélago de Colón, estarían por pasar de santuario de una formidable fauna y flora endémicas a ser el portaviones para operaciones aéreas estadounidenses supuestamente con fines de combate al narcotráfico. Aquello de portaviones es la desafortunada, incluso perversa, denominación escogida por el Ministro de Defensa ecuatoriano para referirse al nuevo estado de las islas al que desea convertirlas. Quién justifique el despropósito con el símil de lo absurdo, evidentemente no tiene el mínimo interés en entender tanto el valor ambiental del archipiélago y peor aún el de la enajenación de la soberanía territorial y política para el uso extranjero de un aeropuerto civil a aviones militares foráneos.

La contradicción aflora cuando al examinar el Acuerdo de Escazú del cuál hasta el momento son signatarios 16 países de la región, entre ellos el Ecuador, se descubre que su texto de claridad meridiana está colmado de preceptos, conceptos y principios concernientes al “Acceso a la Información, la Participación Pública y el Acceso a la Justicia en Asuntos Ambientales en América Latina y el Caribe”. Es, por decir lo menos, altamente contradictorio que el Ecuador habiendo firmado un acuerdo de tal importancia y trascendencia ahora su gobierno esté dispuesto a la cesión de permisos de operación para la fuerza aérea de una potencia extranjera bajo el pretexto de la cooperación y colaboración con la lucha contra el narcotráfico. Cesión ésta que oculta información sobre el tenor del convenio con los EE.UU., y en la que la información adecuada y la participación pública han sido inexistentes. Lo del acceso a la justicia está todavía por verse.

¿Por qué traer a discusión estos dos lugares bastante disímiles entre sí? Porque en el primer caso se adoptó un acuerdo internacional sobre la obligación estatal de cumplimiento de varios preceptos ambientales y, por el otro, un patrimonio ambiental de características únicas y en el medio, insisto, se encuentra la contradicción flagrante. El Acuerdo deviene de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Desarrollo Sostenible (Río+20), realizada en 2012, y de la Decisión de Santiago adoptada en 2014 por 24 países, pero que tardó unos cuatro años de negociaciones hasta su concreción.

Haciendo propias las palabras de Antonio Guterres, Secretario General de Naciones Unidas, este Acuerdo es el primer tratado sobre asuntos ambientales de la región y el primero en el mundo que incluye disposiciones sobre los defensores de los derechos humanos en asuntos ambientales. Confirma además el valor de la dimensión regional del multilateralismo para el desarrollo sostenible. Al vincular los marcos mundiales y nacionales, el Acuerdo establece estándares regionales, promueve la creación de capacidades —en particular, a través de la cooperación Sur-Sur—, sienta las bases de una estructura institucional de apoyo y ofrece herramientas para mejorar la formulación de políticas y la toma de decisiones. Guterres manifiesta también que, ante todo, este tratado tiene por objeto luchar contra la desigualdad y la discriminación y garantizar los derechos de todas las personas a un medio ambiente sano y al desarrollo sostenible, dedicando especial atención a las personas y grupos en situación de vulnerabilidad y colocando la igualdad en el centro del desarrollo sostenible.

La intencionalidad de ceder al arbitrio extranjero la soberanía ecuatoriana y con ello permitir la operación aérea foránea con la ampliación de las instalaciones aeroportuarias, entre otras actividades, que hasta el momento se las guarda con absoluto hermetismo, en silencio cómplice, dejando de lado el derecho ciudadano a la información y participación, viola directamente el tratado de Escazú. Contradice por lo tanto una intención inicial mantenida al menos hasta el año pasado, la de garantizar información, participación y acceso irrestrictos a la justicia ambiental.

En cuanto al impacto ambiental que esas actividades y operaciones militares ocasionarán en la isla de San Cristóbal no se ha dicho nada. Se olvidaron de la existencia del Código Orgánico Ambiental que obliga a que todo proyecto, incluyendo ampliaciones a lo existente, en áreas protegidas o de alta fragilidad ambiental deben necesariamente ser evaluadas antes de iniciar su ejecución. Solo el resultado de esa evaluación ambiental permitirá establecer el correspondiente plan de manejo a fin de minimizar los muy probables impactos al ambiente natural y social. Esto último dado que la cercanía del aeropuerto a la población de Puerto Baquerizo Moreno con un incremento de las operaciones aéreas será causa de impacto auditivo, por ende, al bienestar de sus habitantes. ¿Se habrán evaluado también los impactos directos a la población causados por la presencia de personal militar? Existen suficientes experiencias negativas de cuando operaba la base militar estadounidense en Manta.

Es también necesario hacer referencia al importante incremento del riesgo a derrames y contaminación hidrocarburífera por el transporte y almacenamiento de mayores cantidades de combustibles a la isla. Ya hace algún tiempo atrás, en 2001, sucedió exactamente en la estrecha y complicada, eufemísticamente llamada Bahía Naufragio, frente al puerto, el derrame de 240 mil galones de combustible del buque tanquero Jessica desde dónde las corrientes arrastraron el combustible hasta la Isla Isabela pero también a las islas Santa Fe y Santa Cruz. La mancha contaminante se había esparcido en un radio de entre 1.000 y 3.000 kilómetros cuadrados.

El riesgo de ocurrencia de otros impactos existe. Una de las mayores amenazas al archipiélago es el de la introducción de nuevas especies que destruyan a las existentes. Para ello las autoridades ecuatorianas realizan estrictos controles a toda nave que ingrese a las islas. ¿Se permitirá a estas autoridades el control de los aviones militares de los EE.UU.?

Por otro lado, están anunciados ya los ejercicios bélicos Galapex, en el parque nacional y en su reserva marina. En 2020, las maniobras UNITAS se efectuarán en Ecuador. También en ese año, en la última semana de julio se llevarán a cabo otros ejercicios conjuntos con Colombia, Perú y Chile alrededor de Galápagos. Galápagos se ha convertido en el pivote, en la piedra angular, de la política estadounidense al igual que durante la Segunda Guerra Mundial.

El Acuerdo de Escazú quedará como letra muerta porque sin la voluntad del Estado y del gobierno como hasta aquí se lo viene demostrando, no hay transparencia informativa, incluso los habitantes de las islas no han sido informados formal y convenientemente; tampoco hay posibilidad de participación ciudadana que pueda entender, opinar, proponer e incluso oponerse a una circunstancia lesiva a la soberanía nacional y a los Derechos de la Naturaleza consagrados constitucionalmente, solo quedan entonces pocas opciones para que exista la posibilidad de acceder a la justicia y hacer valer la defensa del patrimonio ambiental más importante del Ecuador, las Islas Galápagos. ¡He aquí la contradicción!

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