El dinero de las grandes empresas subordina a los políticos, ya sea cooptándolos para la elaboración de leyes de su interés o capturándolos para sus directorios. Las leyes y regulaciones son malas y han sido infructuosas para evitar los vasos comunicantes entre la política y los negocios. Pero, las buenas leyes por sí solas tampoco evitarán recuperar la probidad. Mientras se crea, como Maquiavelo, que la política es una actividad ajena a la moral, en la que los valores éticos no tienen aplicación y en que lo único importante es ganar, conservar y acrecentar el poder, los riesgos de corrupción mantendrán viva su amenaza.

Tres jueces de la Corte de Apelaciones de Rancagua se encuentran suspendidos por prevaricación y enriquecimiento ilícito. Se trata de hechos graves: sentencias absolutorias en favor de narcotraficantes y de un médico, negociante de psicotrópicos, a lo que se agrega el polémico nombramiento en un tribunal de familia de la hija del ministro Miguel Vásquez, uno de los jueces cuestionados.

La investigación de esos delitos se ha complicado. El fiscal Sergio Moya, para sorpresa de muchos, acusó a su amigo, y superior jerárquico, el fiscal de Rancagua, Emiliano Arias, de estar obstruyendo la investigación contra Emiliano Elgueta, uno de los suspendidos ministros de la Corte de Apelaciones; agregó además que Arias estaría implicado en tráfico de influencias en el caso Caval.  Como consecuencia de estas denuncias, el fiscal nacional decidió trasladar las causas, contra los tres ministros, a la Fiscalía Regional Metropolitana. El fiscal Arias calificó de infundadas las acusaciones de Moya, y replicó con una bonita frase: “Yo no cometo delitos; yo persigo delincuentes”.  Bien dicho, pero habrá que probarlo.

Esto va de mal en peor. Ahora es el Poder Judicial, pero también existen querellas gravísimas a un gran número de funcionarios de alto rango del Ejército y Carabineros. A esto se agrega al cuestionamiento del prestigio del Servicio de Impuestos Internos, afectado por la curiosa decisión de no querellarse por las facturas falsas emitidas en los casos Soquimich y Penta, protegiendo así los delitos de políticos y empresarios. Las instituciones se están deteriorando en nuestro país al mismo ritmo que crece la corrupción.

La situación en Rancagua es impresentable, pero también lo han sido las blandas decisiones con los enjuiciados en los casos Corpesca, Soquimich y Penta. Y, por cierto, la inexplicable resolución del Poder Judicial de liberar de responsabilidad a Pablo Longueira, por fraude al Fisco y cohecho agravado. La ciudadanía rechaza esta decisión, como también la risible sanción con clases de ética a Délano y Lavín, los operadores de Penta, principales responsables, junto con Longueira, por la corrupción empresarial y política en el país.

Los tiempos que corren han puesto de moda cierto tipo de capitalismo que debilita la democracia, otorgando un gran poder fáctico a grupos empresariales nacionales y transnacionales. Ha crecido en Chile el peso de la economía y el poder de unos pocos que la controlan. En estas condiciones, la política y el Estado se debilitan y, en vez de servir para compensar las desigualdades propias de los mercados, se convierten en instrumentos de ampliación del poder económico de una minoría.

El dinero de las grandes empresas subordina a los políticos, ya sea cooptándolos para la elaboración de leyes de su interés o capturándolos para sus directorios. Las leyes y regulaciones son malas y han sido infructuosas para evitar los vasos comunicantes entre la política y los negocios. Pero, las buenas leyes por sí solas tampoco evitarán recuperar la probidad. Mientras se crea, como Maquiavelo, que la política es una actividad ajena a la moral, en la que los valores éticos no tienen aplicación y en que lo único importante es ganar, conservar y acrecentar el poder, los riesgos de corrupción mantendrán viva su amenaza.

El mundo que vivimos es peligroso. El individualismo y la pasión por el dinero se infiltran en toda la sociedad, corrompiendo no sólo los espíritus frágiles y ambiciosos sino se han constituido en una nueva realidad cultural. Así las cosas, la renuncia a los proyectos colectivos y el predominio del poder personal han convertido a la política en un negocio más. Se requiere un cambio cultural sobre la naturaleza y fin de la política.

El Poder Judicial no ha ayudado a enfrentar decididamente la corrupción. No ha tenido firmeza para condenar a los delincuentes de cuello y corbata. Quizás por ello no debiera sorprender que la corrupción se haya extendido a las instituciones armadas y, ahora, a la propia Corte de Apelaciones de Rancagua. En Chile las instituciones no funcionan.