Desde que, en 1995, el economista Jeremy Rifkin publicó el ensayo «El fin del trabajo», han pasado 23 años.

Si, en 1995, sus hallazgos y sus temores sobre el «declive de la fuerza laboral mundial» se referían a la tercera revolución industrial y a los Estados Unidos, hoy, el ISTAT, con su informe de 2018 sobre el «mercado laboral», confirma que este declive llegó a Italia.

«Muchos ya no pueden encontrar un empleo a tiempo completo y una seguridad a largo plazo del lugar de trabajo», escribió, por ejemplo, hace 23 años. O nuevamente: «muchas empresas están reduciendo la fuerza laboral ocupada permanentemente, reemplazándola con trabajadores temporales», se «apunta hacia el empleo just-in-time: las empresas usarán cada vez más personas solo si es necesario», « el trabajo temporal y la subcontratación constituyen el núcleo de la fuerza laboral contingente de estos días: millones de estadounidenses pueden ser utilizados y arrojados sin previo aviso […] su existencia tiene el propósito de comprimir los salarios de los empleados» [1].

Rifkin fue claro al señalar la causa irreversible de la caída en la demanda de trabajo: la automatización.

Desde principios de los años setenta – escribía – «mientras la automatización se extendía como un incendio por todo el país, sus efectos comenzaban a sentirse en los trabajadores y las empresas». En esencia, «desde el punto de vista de los gerentes, el control numérico [automatización computarizada, Ed] significaba poder aumentar la eficiencia y la productividad al mismo tiempo que reduce la necesidad de mano de obra en las fábricas». «El ejército de reserva de la fuerza laboral a explotar prefigurado por Karl Marx se ha transformado en la procesión de los espectros de «hombres invisibles» de Ralph Ellison» [2].

El mismo Norman Werner, padre de la cibernética – según cómo lo reportó Rifkin en «El fin del trabajo» – advirtió a Walter Reuther, presidente del sindicato de la UAW, que la revolución cibernética «”indudablemente llevará a fábricas sin trabajadores”».

Desde 1995, Jeremy Riftkin identificó las dramáticas consecuencias del aumento de la automatización («había hecho inofensiva» la única arma de los sindicatos: la huelga, y en consecuencia «los trabajadores permanecieron sin una voz que apoyara firmemente sus intereses con los empresarios») y el consiguiente desempleo («imparable ola de delincuencia», «el nivel de poder de compra global que colapsa», «consecuencias previsibles en términos de la estabilidad política de la nación») pero también algunas soluciones.

Rifkin es claramente un defensor de reducir las horas de trabajo a 30 horas a la semana. En el libro «El fin del trabajo», de hecho, muestra algunas de las numerosas propuestas que han avanzado, sin éxito, de políticos estadounidenses. «Tenemos que considerar una semana laboral más corta y al estímulo de empleo para millones de trabajadores como un medio para reducir el desempleo sin afectar negativamente la productividad», dijo el congresista John Conyers en 1993, escribe Rifkin.

Pero, sobre todo, «el Estado y los gobiernos locales y nacionales deberían también considerar el pago de un Salario Social como una alternativa a los subsidios y prestaciones sociales para aquellos que, desempleados permanentemente, aceptan reentrenarse y emplearse en actividades del Tercer Sector. […] No sería de consuelo solo para quienes lo reciben, sino que también sería útil para toda la comunidad que se beneficia de estas actividades voluntarias» [3].

Rifkin probablemente estaba hablando de lo que hoy, aquí en Italia, llamamos «Ingreso de Ciudadanía».

Sin embargo, Rifkin, en 1995, era pesimista y estaba convencido de que, en contra de los desempleados y subempleados, obligados a conseguir «trabajo ocasional para comida y alojamiento» o «al robo y a la pequeña criminalidad; drogas y prostitución», el Estado «apretará cada vez más las sogas y cambiará las prioridades de gasto para fortalecer las fuerzas policiales y construir nuevas cárceles» [4].

¿En este punto al menos estará mal?

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Notas
[1] Jeremy Riftkin, La fine del lavoro, Baldini & Castoldi, Milano, Traducción de Paolo Canton, edición 2001: 309,311,313.
[2] ídem: pág. 122,123,137, 139,146,150,153,274, 282
[3] ídem: pág. 407-408
[4] ídem: pág. 380


Traducido del italiano por Michelle Oviedo