Este domingo son las elecciones presidenciales en Brasil, la mayor potencia latinoamericana. Uno de sus candidatos, Bolsonaro, lleva todas las de ganar en la primera vuelta.

Las razones que explican la actual realidad política brasileña se centran en la corrupción que aqueja a toda su clase dirigente, originada por la conducción empresarial y que se ha expandido a las más diversas esferas.

Por decir lo menos, resulta curioso que el candidato que encabezaba las encuestas, Lula, haya quedado fuera de carrera por decisión del poder judicial. El Partido de los Trabajadores que gobernó al país sacando de la pobreza a millones de brasileños está siendo destruido tanto por la encarnizada oposición de la derecha como por la corrupción que estaría afectándolo. Y digo “estaría” porque a esta altura ya no sé dónde está la verdad, ni quienes la tienen. En efecto, me es imposible no ver al ladrón detrás del juez. Quienes juzgaron y destituyeron a Dilma Rousseff no parecen ser blancas palomas libres de polvo y paja. Tampoco lo son quienes decidieron que Lula no podía postular ni el que ejerce hoy la presidencia, Temer, ni aquellos que conforman el Congreso o los tribunales de justicia.

En este marco, entre muchas otras candidaturas, emerge la de Bolsonaro, un clásico candidato que en circunstancias normales no pasaría de la marginalidad, de ser un outsider. Sin embargo, en las condiciones actuales de Brasil, de crisis política que se prolonga por al menos un par de años, irrumpe fuertemente con un discurso simple, populista, racista, machista, homófobo, militarista, de la clásica ultraderecha admiradora de las dictaduras militares. Su modelo es la dictadura de Pinochet.

Una artera puñalada en medio de un acto de campaña logra el efecto de catapultarlo a una cifra del orden del 30% de las preferencias.

Este tipo de candidatos siempre han existido y seguirán existiendo, pero en términos electorales suelen tener menos de un 10%, y en tiempos de crisis moderadas, a lo más alcanzan el 20%. Su pleno desarrollo lo logran cuando se está frente a crisis mayores, con una polarización extrema y consiguen la adhesión de la derecha y los sectores más pobres y hastiados, que caen bajo el embrujo de cantos de sirena.

Se trata de un candidato que no tiene pelos en la lengua y que no se ha cansado de decir barbaridades. En el año 1999 afirmó que “la dictadura 2003 debería haber matado a 30.000 personas más, comenzando por el Congreso y el presidente Henrique Cardoso”. En el año 2001 sostuvo que “sería incapaz de amar a un hijo homosexual, prefiero que muera en un accidente de coche”. Dos años después, en la televisión le dijo a una diputada que “yo a usted no la violaría porque no se lo merece”. Y el último broche de oro que se le conoce, lo dio a conocer el año pasado cuando declaró que “un policía que no mata no es policía”.

Uno de sus contendientes lo retrata de cuerpo entero al sostener que “representa la negación de la política y de la democracia, el deseo de prender fuego para ver si vuelve a nacer algo”.

Toda su vida abrazó la fe católica, pero hoy es evangélico, consiguiendo la adhesión de ellos no obstante su ideario se contraponga abiertamente a la ética cristiana.

Con todo, no pierdo la confianza de que el pueblo brasileño sea capaz de discernir, en el silencio de la urna, e impedir su ascenso a la presidencia.